domingo, 7 de agosto de 2011

Elecciones en San Odón de la Muela

alos comienzos tuvo el día, aunque era fecha esperada por los monjes de San Odón con tanta alegría como impaciencia. El 10 de agosto de 1759, día de san Lorenzo, sería celebrado, como en recuerdo del santo era costumbre hacer cada año en el cenobio, asando en la parrilla un par de cabras, si éstas se dejaban atrapar. 
    No siendo muy propio de un pacífico fraile el andar por los cerros con arcabuz,  los “doce apóstoles” en bandolera y pegando tiros, solían los hermanos colocar cepos y trampas  en el caracoleante camino que ascendía hasta el convento, aprovechando que la curiosidad  suele acercar a hombres y bestias a su perdición. Desde la instalación de la escalera, eran sus cercanías lugar muy visitado por muflones, cabras y venados, en especial con las últimas luces de la tarde, fisgoneando con natural recelo tan extraña estructura, disipados los iniciales temores por su tranquilizador olor a pino.

    Cuando los frailes tramperos bajaron al alba a ver si el ramoneo crepuscular había llevado a algún animal a caer en alguno de los cepos, encontraron que la suerte había sido diversa. Si bien descubrieron con regocijo que dos hermosas cabras habían quedado atrapadas, una en un cepo, otra en un lazo, asegurando así el festín de la congregación, menos gozo y entusiasmo les produjo ver que, o era nueva costumbre de estos locos tiempos que cabras y ciervos vistieran hábitos, o aquello que tras unas matas bullía con más desesperación que vigor, menguadas las fuerzas por una eterna noche de pelea con el cepo, no era cabra, sino hermano en la fe.

    No es menester recrearse en reproducir las atroces e impías palabras con que el fraile atrapado mostraba su dolor y su disgusto, no exento de rencor,  pues una larga noche de batalla en la penumbra contra un cepo parece ser que es trance que reaviva el recuerdo de vocablos que el recato y la piedad propios de un religioso suelen mantener en una conveniente reserva. Profería con voz ronca blasfemias y poco cristianas menciones a los más remotos ancestros de quienes habían colocado las trampas, al prior Gandolfo, a San Lorenzo y hasta al mismo Papa de Roma, santos varones que poco o nada tenían que ver con su poca fortuna al elegir ocasión para, sin anunciarse, visitar nuestro convento en horas en que uno no ve dónde pone el pie. El Señor le perdone por su mala lengua.

    Liberadas de las ataduras que las retenían, fueron, no sin trabajo y oposición, subidas las tres piezas al convento. Dos fueron conducidas a las cocinas, la tercera, rezongante y no menos hostil que las otras, a la enfermería. La resignación de las cabras debería servir de ejemplo al hermano atrapado, pues no pocas veces las bestias nos dan lección de buenas maneras y nos muestran la humildad y mansedumbre con que la adversidad debiera ser enfrentada. Era el fraile visitante gente de dura cerviz, además de carente de sentido del  humor, mostrándose incapaz de digerir las risas de los frailes al conocer que se llamaba fray Caprasio, nombre que recibió al tomar los hábitos, en recuerdo de quien, junto a San Honorato, se retiró a la isla de Lèrins, en la Provenza francesa, a vivir su fe en soledad.

    Tal y como los primeros cristianos celebraban el ágape para estrechar lazos entre los miembros de la comunidad, así se festejaban el día de San Lorenzo y otras efemérides en la nuestra. Cosa probada es que la unión de las almas en no pocas ocasiones se inicia en los estómagos, alrededor de viandas y manjares. Que, vacías las jarras y las fuentes,  los compartidos yantares y libaciones dejan un poso de cohesión y  de concordia, adormeciendo tanto los cuerpos como los rencores y rencillas que la vida en comunidad ocasiona en nuestras débiles naturalezas. Sabiamente se establece tal práctica incluso en las más estrictas reglas monásticas que, si bien mantienen silentes y apartados entre sí a sus miembros para el trabajo y el descanso, los juntan para comer y para orar. Baste recordar que nuestra Santa Iglesia instituyó el reunirse para comer y beber en comunión como uno de sus sacramentos.

    Falta andaba nuestra congregación de esta unidad y concordia. Si bien la disputa sobre los humos no fue su origen, sin duda acrecentó las desavenencias y la desunión. La avanzada edad del hermano Gandolfo, cuya mala salud hacía prever que pronto sería necesario elegir nuevo prior, no hizo más que acentuar la división entre los frailes de San Odón. Lo que en principio no fue otra cosa que pequeñas diferencias, matices y opiniones dispares acerca de los más nimios aspectos de la vida en el convento, pues lo sustancial establecido quedaba en nuestras constituciones, acordes con la Regla de san Benito, terminó derivando en irreconciliables posturas para resolver los graves problemas que, a veces, la mera necesidad de diferenciarse del contrario, habían ido creando. Así ambos bandos hacían peregrinas promesas, no pocas veces absurdas e irrealizables, que mejorarían la vida y la economía del convento, de contar su candidato con la confianza de los frailes cuando éstos fueran llamados a capítulo para elegir nuevo prior.

   Las facciones aspirantes a suceder a fray Gandolfo en el priorato estaban encabezadas por los hermanos Casiano y Nicasio. Si bien la modestia y la humildad son virtudes que, en mejores tiempos que los actuales, habrían impulsado a la congregación a elevar a la dignidad de prior a quien, en su momento, sucediera al finado, claro estaba que no iba a ser así en esa ocasión, pues no eran éstas cualidades que adornaran a ninguno de los dos aspirantes.

   Como dicha elección estaba en manos de quienes, por el momento, no se habían decantado por ninguno de los pretendientes al cargo, pues los que ya habían tomado incondicional partido por Nicasio o por Casiano eran refractarios a toda posibilidad de crítica a su elegido, eran los indecisos asediados en todo momento con las promesas cercanas al desvarío con que ambos candidatos o sus secuaces les regalaban los oídos una vez calientes los ánimos y las lenguas.  Así, al más iletrado de los hermanos se le prometía el cargo de bibliotecario, o se aseguraba a los que hacían las más duras labores en sembrados y huertas que legos vendrían de fuera del convento a doblar sus espaldas en los bancales, sin explicar de dónde saldrían los dineros con que pagarles. Como, una vez elegido el prior del convento, pocas explicaciones y responsabilidades se le podrían exigir por su forma de gobernarlo, nada ponía tasa a sus promesas.

    Pero todo eso quedó en el aire cuando éste se pobló de aromas de cabra asada. El olor del ajo, el romero y el laurel fueron invadiendo todos los espacios del cenobio. No hizo falta campana para llamar a sus frailes al refectorio y cuando esta sonó ya casi todos ellos estaban sentados en sus sitios relamiéndose, cuchillo en mano. A duras penas fueron capaces de esperar a que, renqueante, fray Gandolfo llegara a su lugar, bendijera los alimentos y tomara trabajosamente asiento. Ayudados por el pan recién horneado y las jarras rebosantes de vino de las bodegas del convento, fueron dando cuenta del festín, en el que no faltaron olivas, lechugas ni pepinos y tomates de la huerta, aderezados con la sal de Pinilla y el buen aceite de las almazaras de Bienservida. Siendo agosto no faltaron frutas frescas para el postre y siendo fiesta tampoco faltó el aguardiente de hierbas elaborado en el convento, que para fines medicinales se reservaba los días de diario.

    Los salmos que alegres cantaron al final de la comida, fueron dando paso a otros sones y cánticos profanos que, de visitantes y lugareños, los frailes habían retenido en la memoria. Acompañados con palmas más fuertes y numerosas según iba bajando el nivel de las frascas de orujo, al principio sólo los tres novicios, luego todos los que aún podían tenerse en pie, abandonaron sus asientos para, arremangados los hábitos, saltar y bailar en el pasillo que quedaba entre las dos filas de bancos en que se sentaban los monjes, a la izquierda los de Nicasio, a la derecha los de Casiano.

    Desde la mesa que elevada presidía el refectorio, fray Gandolfo, con los ojos semicerrados, condescendiente asistía a la escena, si bien no muy edificante, tampoco merecedora de veda por tan inocentes desahogos y esparcimientos que rompían la habitual austeridad de la vida cenobial.

    Una especie de inhumano ronquido que emitió fray Gandolfo, las cejas huyendo hacia lo más alto de la frente, los ojos fuera de las órbitas, mientras su faz adoptaba un color más y más rojo, hizo que quienes le acompañaban a la mesa se levantaran violentamente cayendo algunas de sus sillas al suelo con gran estrépito. Cánticos y palmas fueron reemplazados por un expectante y sepulcral silencio, todos en suspenso mirando al prior. Por fin la cabeza de Fray Gandolfo se desplomó sobre la mesa del refectorio quedando extendido su brazo. En su mano, que iba a llevar una oliva de premonitorio color negro a la boca, quedó enhiesto el dedo del centro, la palma hacia arriba y recogidos los demás. Todos los ojos siguieron el recorrido de la oliva que, botando, fue a detenerse a los pies de Fray Nicasio, a quien también señalaba el dedo extendido.

    Siendo menos piadosa otra posible interpretación del enhiesto dedo, que luego todos afirmaban que era el índice, fue casi unánime el entendimiento de que éste apuntaba a quien debía sucederle. Resultó un trámite el capítulo en el que se eligió nuevo prior, no siendo necesaria votación, sino que, aclamado, fue Nicasio confirmado como sucesor de fray Gandolfo.

    Parece ser que tal procedimiento de elegir candidato fue manera que cuajó, siendo en el futuro adoptada por otras congregaciones, tanto religiosas como laicas.


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