viernes, 31 de agosto de 2018

Cieza


   Varias veces hemos visitado Murcia, la capital y toda la provincia, tan cercana a Albacete en la geografía y en la Historia. También sus playas que lindan con Almería, minerales y volcánicas, sus huertas feraces y algunas de sus comarcas, con especial atención a las que habitaron los últimos moriscos, que a gusto debieron estar en ese paisaje del norte de Marruecos trasladado como por ensalmo al valle de Ricote. Algunos de estos viajes nos llevaron a desviarnos a Cieza, la Medina Siyâsa árabe en la vega del río Segura, el Thader romano, el río Blanco agareño ( وادي الأبيض Wadi al-Abyad ), para ver, dibujar y fotografiar su olivo centenario, un árbol retorcido y antañón que debe contemplar con extrañeza, tal vez con cierto desagrado, cómo ha cambiado el bancal donde hace tantos siglos lo plantaron. No creo que esté a disgusto porque se trata de un hermoso parque, acaso aprecie la compañía e incluso no le desagrade ser objeto de la admiración con que algunos lo miramos, agradeciendo que nos lleguemos hasta allí a contemplarlo. Varias veces lo hemos dibujado y, como digo, no hemos dejado de ir a saludarlo cuando la ruta nos lo ponía a tiro. Una belleza.
  En alguna de esas visitas supimos que había mejor momento para ir a Cieza, aunque ninguno hay malo para hacerlo. Me refiero a la floración. Hay que verla. De forma que volvimos una vez más buscando el día del manto en la eterna primavera murciana. No es suficiente con sorprenderse con el arcoiris vegetal que nos muestran las fotos con que se publicita esta maravilla. Tampoco dibujos y acuarelas pueden reflejar esa inmensidad coloreada, ese universo estrellado por constelaciones de brillos y luceros vegetales. Cientos de miles de melocotoneros y albaricoques, almendros y cerezos, naranjos y mandarinos, guindos y nectarinas, nísperos y caquis forman en estos valles una Vía Láctea frutal, enraizada y golosa. Cada frutal aporta un color o un matiz diferente, del blanco del cerezo o el albaricoquero, el amarillo pálido del caqui, o a la variedad de rosas, tenues en el almendro, intensas en el melocotonero, a veces con matices lila. Añadamos la gama verde de las diferentes hojas y las asperezas oscuras de los troncos que aportan el crujiente a plato tan suave y vayámonos alejando de los bancales para mirar desde lejos este derroche de color si hemos atinado con la fecha del viaje.
   Algunos de estos frutales ya viven desde antiguo en la zona, por ser autóctonos o por haber navegado el Mare Nostrum hasta aquí en esquifes fenicios, romanos o árabes cuando el mundo era más joven. Otros han llegado después, como el caqui, que fue traído a España en 1870. Y aquí conviven, alfombrando cerros y valles, con una variedad que contrasta con otras zonas famosas por sus floraciones monovarietales y uniformes de almendos o cerezos, nada desdeñables, pero menos ricas que el espectáculo multicolor de Cieza, sólo equiparable a los campos de tulipanes de Holanda.
   Cada vez hay en distintas zonas de la provincia de Murcia más superficie dedicada al cultivo de aromáticas. Aceites esenciales de romero, salvia, espliego, lavanda, tomillo y otras buenas hierbas. Como en el caso de los frutales, los agricultores cultivan sabores y aromas, que sólo los pintores compramos colores, pero ese despliegue de color es un regalo que nos dan por añadidura, y no deja de ser reconfortante que se pueda vivir de criar tanta belleza.



   Llamamos renacentista a ese afán de interesarse por todo, esa necesidad que algunas personas, no demasiadas en términos estadísticos, sintieron, sentimos, por escarbar un poco más abajo de la superficie de las cosas; de todas las cosas, admitiendo de antemano la imposibilidad absoluta de llegar muy lejos en nuestro conocimiento de ninguna de ellas. Vivimos un mundo que oscila entre la total ignorancia y la excesiva especialización, predominando de forma abrumadora la primera. Quien no sabe nada de nada y quien lo sabe todo de muy poco. El avance suele venir de quien consigue unir los hallazgos de otros exploradores de campos muy pequeños, fragmentarios. El progreso procede de los que saben sacar consecuencias y derivaciones útiles de esos conocimientos trabajosamente descubiertos por gentes concienzudas y minuciosas, geniales a veces, pero estériles mientras vivan estancos. Investigación básica, imprescindible, a veces impotente como el vuelo del pájaro enjaulado. Hecha útil por la genialidad de relacionar, de unir lo aparentemente extraño y desparejo. La investigación es trabajosa y compleja, minuciosa y detallista. El producto de la genialidad es maravillosamente sencillo, a veces obvio, pero de una obviedad no evidente hasta ver la rueda girando o el fuego arder tras frotar dos palitos. Normalmente los mayores descubrimientos, los verdaderamente relevantes y revolucionarios, consistieron en encontrar no nada nuevo, sino una nueva relación entre cosas viejas. La litetarura y el arte también funcionan así. Una obra literaria es maravillosa si hace un uso genial del lenguaje preexistente, combinando de forma nueva palabras muy viejas, pues no necesita inventarlas. Por eso más que desconfiar, abomino de todo arte, idea o doctrina que renuncia o desprecia la tradición. Cierto es que algunos dicen despreciar o renunciar a aquello que ni conocen ni dominan, cosa que evidencian sus productos y elucubraciones. El arte es otra cosa. El pensamiento fecundo también, pues nos escarmienta y avisa sobre la repetición de errores del pasado y pone cimientos para la construcción sólida del futuro.
   Con los placeres y disfrutes ocurre otro tanto. Unir dos o más de ellos no los suma, los multiplica. Olor y sabor, letra y música, edificios, lugares e historia. Paisaje, historia, clima, gastronomía, buena compañía y un vino blanco fresco. Cuantas más sensaciones y recuerdos intervengan, mayor es el placer. Cuestión de relacionar ideas, lo que presupone tenerlas. Es penoso tener pocas, y trágico tener una sola, dueña de toda la cabeza, rebotando de neurona en neurona sin encontrar con quién pegar la hebra. adueñándose de todo el pensamiento, de todos los sentimientos y deseos. Eso convierte en un peligro a quien tan poco amueblada tiene la almendra. A unos les da por poner lazos, a otros por degollar infieles y a otros por abrazar farolas. Y en esas estamos.
   Viene esta disgresión a propósito de mi tendencia a pensar en los iberos o en los romanos viendo unos pedruscos alineados y ya desportillados por los siglos en un bancal, o a recordar a los árabes mirando un olivo, una acequia o un palmeral, que no hay que ir a la mezquiita de Córdoba o a la Alhambra para sentir su aliento. Unir la tierra que piso con el recuerdo de quien antes vivió en ella y la transformó, las técnicas que utilizaron, cómo aprovecharon sus recursos o los crearon. Recordar qué se escribió o se dijo de este lugar o de sus gentes, qué ocurrió aquí, que sueños y qué afanes les llevaron a levantar esto que hoy son ruinas, son elementos que enriquecen y dan sentido a un viaje, esa actividad tan devaluada. Y, sobre todo, nos ayudan a no mirar de forma condescenciente, como a un pariente tonto, a nuestros antepasados, pues es ilusión vana creernos superiores. Tal vez lo seamos como especie animal, aunque en la mayor parte de los de casos ni eso. Sobrevalorándonos, cada uno de los humanos nos creemos que el mejor de los sapiens y yo, dos, obviando que en algunas cosas importantes las personas hemos degenerado mucho, salvo escasas excepciones, que no conozco. Sobre todo si pienso en la incapacidad que tendríamos para sobrevivir en un medio en el que ellos prosperaron. A veces tenemos que cruzar un puente romano para ver desde él, sobre el río, las ruinas  de otro que levantó hace poco nuestra engreída técnica, nuestra forma de pensar, mezquina, rácana con el esfuerzo, de luces bajas frente a esa mirada a lo lejos en el tiempo con la que incas, chinos, egipcios, mayas o romanos, entre otros, construían para la eternidad.
   Y plantaban. De siempre he tenido por monumentos a algunos árboles. En belleza pueden rivalizar con el acueducto de Segovia, superarlo incluso. También en valor una moneda de cobre o de hierro podría ser más apreciable para un arqueólogo que un saco de otras de oro, pues la vida es cuestión de valores no de precios. Y la información y el saber es oro. Una acequia ya arruinada, unos arcos huérfanos, discontinuos, restos de un acueducto, son monumentos de igual valor que otros de mayor relumbre, al menos por su capacidad para evocar las personas y el tiempo que los levantaron, el talante que les llevó a hacer bello lo util, la visión que les impulsaba a hacer hermosos y sólidos hasta los aljibes o las canalizaciones subterráneas, repitiendo modelos acreditados, buscando menos sorprender que durar. Mimaban lo que no se ve. Los cimientos. Hoy todo lo echamos en fachada. Luego se nos hunde el puente mientras lo atravesamos, tal vez mientras comentábamos en nuestras últimas palabras, admirados, lo atrevido de su ingeniería y lo colosal de sus pilares, compartiendo, (como siempre apuntándonos méritos ajenos), el orgullo del ingeniero. Se derrumba a los sesenta años de ser construido, como ha ocurrido en Génova. Claro queda que los bárbaros de dentro y de fuera acabaron para siempre con Roma. Leo desesperanzado que los puentes actuales se levantan dándoles una esperanza de vida no mayor de 150 años. Esa es nuestra sociedad. Como la del imperio romano, tal vez no merece sobrevivir, por vieja, cansada, por cómoda y por incapaz de defender unos valores y una cultura heredada de la que no pocos reniegan, siendo al paso incapaces de alumbrar otra mejor. En cuanto, yéndome por las ramas, abandono mi panteísmo naturalista y paso de los árboles y las flores a las personas me deprimo. Volvamos a los olivos y a la historia, pues. Merece la pena visitar el museo de Siyâsa en Cieza para empezar a conocerla.

   Cieza, como toda Murcia y parte de Alicante y Albacete, gracias al pacto de Orihuela, el pacto de Tudmir, es decir de Teodomiro de Oriola, salvó el primer embate de la invasión árabe capitulando y conservando así cierta independencia, aunque su vasallaje, según el acuerdo del 7 de abril del año 713, obligaba a cada persona, incluida la parte contratante de la primera parte, es decir Teodomiro, a pagar un tributo anual de un dinar en metálico, cuatro medidas de trigo, cebada, vinagre, zumo de uva (no sé si fermentado, que la hipocresía no es cosa nueva), dos de miel y dos de aceite de oliva; para los siervos, solo una medida. 
   No duró demasiado esa situación, Teodomiro sólo tuvo un dudoso continuador, Atanagildo de Tudmir, cuya hija ya se casó con un yundi árabe, un invasor sirio, de forma que terminaron sucumbiendo y sufriendo los avatares de la época, con guerras civiles entre los diferentes grupos musulmanes, afición que compartían con las antiguas tribus iberas, cuya división entregó a Roma la Iberia, consolidando un preexistente carácter disgregador de tribu y luego de kabila que nos dejaron como parte de la herencia. Ello fue lo que provocó la fatal división del califato en reinos de taifas, antes incluso de que la parte norte de la región fuera totalmente arabizada. Como vemos, el modelo se repite. De todas formas, hasta 1243 no se invirtieron los papeles y el emir de Murcia Ibn Hud al-Dawla fue el que capituló ante Fernando III, pasando a ser vasasllos de Castilla y León.
  A tres kilómetros al norte de Cieza, en el morrón de Bolvax, se encuentran los restos abandonados del antiguo poblado ibero-romano que según muchos sería la antigua Segisa, citada por Ptolomeo como cercana a Cartago, en pleno Campus Spartarium de los romanos.  Para ellos esa sería la primera ubicación de Cieza.
   Más seguro es buscar su origen en la Siyâsa árabe, que como toda Murcia tuvo que rendirse ante Fernando III, que tras conquistar Segura en Jaén, como Alcaraz y Chinchilla en Albacete, no les dejó otra opción. Ese pacto se llama de Alcaraz. Se reparten tierras entre los cristianos, las mismas que siglos antes habían sido repartidas entre moros, es decir, las mejores. Algunos se quedan en Cieza al abrigo de los pactos, Otros pocos tal vez se incorporaron a la guardia mora que solían tener los reyes castellanos, igual que los caudillos sarracenos preferían ser escoltados por mercenarios cristianos, a los que se conocía como 'los elches'.  Al suelo, que vienen los nuestros. Muchos árabes prefieren irse a Granada, para vengarse después en ataques continuos, tomando cautivos en su antigua casa para cobrar rescates. Ya en los últimos estertores del reino nazarí siguieron estas incursiones, que llevaron a los ciezanos a las mazmorras de Granada, en la Alhambra, para trabajar como esclavos en las murallas del Albaycín. Aún se conservan sus melancólicos grabados y dibujos en las paredes de las hondas mazmorras en que los mantenían encerrados al salir del tajo y a las que nos podemos asomar en una visita a la Alhambra y sus aledaños.