viernes, 25 de mayo de 2018

Denia. Dibujos e historias.

   Unos días en Denia, ni la primera ni la última vez, espero. Como toda la costa de Alicante, un paraiso, cosa sabida. Menos conocido es que en las altas montañas del interior hay otros edenes más boscosos y agrestes, menos poblados y visitados. Es tierra de moriscos, como ya hemos resaltado en otras ocasiones, algo que se recuerda, celebra y lamenta en Denia, pues de su puerto salieron 42.000 hacia Orán en 1609, cuando se decretó su expulsión. Supongo que el puerto fue elegido por el marqués de Denia, don Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, que también tenía el título de Duque de Lerma, y era el valido de Felipe III, de quien de niño fue menino, rey que decretó esa drástica y controvertida medida. Muchas aldeas y alquerías desaparecieron y en los valles y montañas del interior algunas poblaciones aún no han recuperado el número de habitantes del siglo XVI, aunque ahora abunden pálidos nórdicos.
    Me llevo provisión de plumas, cuadernos y acuarelas. También de libros, pues hay tiempo para leer sobre la larga historia de Denia y de otros pueblos cercanos, como Calpe, El Albir, Jávea o Altea, por donde también vamos a pasar, o acerca de las innumerables aldeas y lugares de nombre árabe, en parte ya abandonados, de las montañas del interior. La Vall de... Travadell, Ebo, Xaló, Guadalest, Gallinera, Tárbena, Pop, Laguar, entre otras. Tras la conquista se dividen en baronías, condados y marquesados varios, denominaciones que recuerdan que Jaime I adjudicó esas tierras a los nobles que le ayudaron a reconquistarlas. O a las órdenes militares, como el Maestrazgo, en Castellón, cedido al Gran Maestre de la Orden de Montesa. Les entrega las tierras de secano y los cerros, que las ciudades y huertas de regadío de los llanos se las quedó el rey por eso del que parte y reparte. 
  Todo está documentado en el Llibre del Repartiment, ese que Próspero de Bofarull i Mataró, a la sazón desleal custodio del Archivo de la Corona de Aragón, modificó, tachó y enmendó de manera burda en 1897 porque encontró entre la lista de conquistadores y pobladores menos catalanes de los que él quisiera haber hallado. Don Próspero suprimió en su edición facsímil del histórico volumen apellidos aragoneses, navarros y castellanos para darle más importancia numérica a los catalanes. Tuvo que eliminar al 66% de los pobladores. También desapareció el testamento de Jaime I, prueba de que sus repartos, títulos y fronteras tampoco le gustaron demasiado. Ya apuntaban maneras.
   Jaime I, rey de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, conde de los condados de Barcelona y Urgell, era tambien señor de Montpellier, donde había nacido en 1208. Su madre encendió doce cirios, uno por apóstol, para ponerle el nombre del que más durara. Ganó el Apostol Santiago, y Jaime se llamó la criatura. Nos saltamos su biografía hasta que, sin lucha, se apodera de Valencia en 1238. En otras comunidades, en los románticos preámbulos de sus estatutos de autonomía, se intenta  retrotraer los orígenes del país a los tiempos de Noé, cuando no de Adán. Valencia es la única comunidad que establece su origen en el momento de la conquista de Jaime I, renunciando a varios miles de años de historia protagonizada por dudosa gent de fora. Igualmente hay quien llega a decir que antes de ese día redentor no se hablaba lengua alguna merecedora de ese nombre. Que Ausiàs March les perdone y la diosa Clío los confunda, si su confusión admite mejoras.
   Después del saqueo y antes del reparto, mandó purificar la Mezquita mayor de la ciudad para convertirla en catedral de Valencia, abradacabrante ceremonia que incluía meter perros en ella, algo que para cualquier musulmán la convertía en algo impuro e inmundo. Nombró obispo a Berenguer de Castellbisbal, aunque el Papa se negó a aceptarlo por unas riñas económicas entre Valencia, Toledo y Tarragona. De todas formas, malos sermones hubiera pronunciado el tal Berenguer, pues el rey, personaje colérico e impulsivo, había ordenado cortarle la lengua en la misma cámara real, al conocer la largura de un apéndice desvelador de secretos de alcoba recibidos del rey en confesión. El incidente provocó su excomunión, rápidamente levantada.
   Tras la conquista del reino de Valencia, los arabizados pobladores de las ciudades hubieron de abandonarlas, aunque no ofrecieran resistencia, algo que en el campo solo se imponía a los que no capitularan. Los nobles recibieron la tierra con población islámica incluída, en plena producción. De verduras y de rentas. No eran frecuentes los naranjos, algo que se extendió mucho después, incluso en el siglo XIX y XX, pero sí higueras, algarrobos, moreras y gusanos de la seda, cereales, muchas vides, olivos y almendros, pequeños huertos y frutales, incluso arroz donde abundaba el agua para el riego.
    Ni soy historiador ni pretendo serlo. Entre otras cosas, porque es la Historia profesión de riesgo, ahora como siempre, tal vez más, siendo actividad que antes te acarrea ser nombrado persona non grata que cronista de la villa. Sobre todo los que no se pliegan a apuntalar la fantasía interesada de encontrar lo que se desea encontrar, como don Próspero, volviendo a cubrir de tierra o de palabras lo que no cuadra, demostrando asi lo que previamente se inventó, sin dejar de apuntalar las tradiciones y leyendas que retrotraigan a Eneas la fundación de la aldea. Ahí tenéis triunfantes a Cucurull o a Bilbeny, aquejados de esclerosis facial pero sin tensiones de tesorería, mientras hay miles de yacimientos y legajos en inútil espera de fondos para que historiadores serios les quiten el polvo de los siglos.
   La gente lo tiene claro. Todo lo antiguo es moro. Y no es así, como sabemos. Muchas de las terrazas, esos abancalamientos de lomas y cerros, son de siglo XV y XVI, de origen mudéjar, extendidos en el XVIII por el incremento de la población. Incluso gran parte de la huerta de Valencia, gracias a la prolongacion de la Acequia Mayor, es de la época de Carlos III, no mora, cultivada desde Jaime I por cristianos, que se habían adueñado ya entonces de casi todos los regadíos. 
   Denia es demasiado antigua para serlo, de forma que se le atribuye un origen griego, de los focenses de Massilia, como Ampurias, no sin cierto fundamento por las referencias de geógrafos y viajeros de la antigüedad, como Estrabón. Sin embargo, reconocen honradamente hoy no haber encontrado ese templo de Artemisa que con tanto detalle se describía en obras antiguas, ni piedra alguna que pudiera tener ese noble origen. Sí restos de cerámica que, como en toda la costa, acreditan ese comercio antiguo en el Mediterráneo, ya inaugurado por los fenicios, que se sepa.
   Aunque se encuentran restos de asentamientos ibéricos previos, indudable es el origen romano de la ciudad y de su nombre, la Dianium latina, así como la presencia de Sertorio refugiado en el fortín que levantó en la Penya de l’Àguila, en el Montgó, enfrentado a Sila y a Pompeyo en las guerras civiles romanas, unos 80 años antes de Cristo. De hecho, gran parte de estas comarcas pasaron de ser romanas a árabes, pues la presencia y apoyo bizantinos les permitieron resistir contra los godos que sólamente unos 80 años antes del 711, consiguieron aparecer por aquí, dejando poca huella.

   En clase de griego, mi profesor, don Jesús José, nos hablaba de la Hemeroscopeion griega (Ἡμεροσκόπειον) 'la que mira la mañana', "la centinela del alba', aunque antes sería Calpe o el Cabo de la Nao en Jávea quien la viera llegar. En realidad, lo que los romanos avizoraban, seguramente encaramados en los 753 metros del Montgó, era la llegada de los atunes para pescarlos en la almadraba y hacer salazones con sus lomos y otras mollas y la apreciada salsa del garum con sus raspas y despojos, puestos en salmuera junto a boquerones y caballas, todo bien fermentado en barriles al sol, para exportar el caldurriento y aromático destilado en ánforas, como el vino y el aceite. Para eso tallaron en la costa esas piscinas rectangulares que abundan por aquí, piscifactorías que en Calpe, Javea o en la Illeta de El Campello suelen llamar Baños de la Reina. Naturalmente, mora.
   En Denia, lo más visible desde todos los sitios es el castillo, inmenso, primero romano, luego moro, esta vez sí. Fue en el siglo XI la alcazaba de Muyahid al-Amiri al-Muwaffaq, rey de la Taifa de Denia que llegaba por un lado hasta la sierra de Segura, Almansa, Chinchilla, Alpera y Albacete incluídas, por otro hasta las Baleares. Luego, esa montaña fortificada fue usada como bancal de cepas de moscatel para hacer pasas en el siglo XIX, industria que trajo la prosperidad a Denia, Jávea y Gata de Gorgós, hasta que la filoxera arrambló con ese cultivo, muy extendido por la comarca, con sus secaderos, sus manufacturas y su comercio. La ley seca en Estados Unidos, vigente por aquel entonces, provocó que en California, no pudiendo hacer vino, hicieran pasas, acabando de apuntillar el negocio. En Denia, con muy buen criterio, cambiaron las pasas por la fabricación de juguetes y naranjas, que algo hay que hacer. De esa industria de momificar moscateles, ahora menos extendida, quedan los "riuraus", construcciones rectangulares porticadas para airear y secar a la sombra las pasas. También la "Festa de l'escaldà".
   Muchos ingleses se habían afincado aquí, dedicados a exportar las pasas, ingrediente imprescindible para que en Inglaterra hicieran sus plum-cakes. El jerez, tan de su gusto y como su nombre indica, se lo llevaban de Jerez. El esparto de Murcia, Albacete y Almería, dejando pelados los cerros, que así siguen, aunque ya en la roca viva; las piritas del Riotinto comprado a la I Republica, y cada cosa del sitio donde Dios, nuestro Señor, la puso.  Imagino que también hacían de recoveros de naranjas amargas para su "marmelade". Tanto es así que hasta tenían su propio cementerio, el Cementerio de los Ingleses, aunque luego fueron repatriados los restos. Para romantizar tan tétrico establecimiento, cuentan las leyendas que son los fantasmas de los naúfragos de La Guadalupe, fragata hundida en 1799, quienes pululan ectoplásmáticos entre las tumbas en las tibias noches dianenses. Aunque a este tipo de aparecidos nada se les resiste ni incomoda, la leyenda no explica en qué se entretuvieron y dónde se guarecieron hasta 1856, cuando se construyó ese cementerio. Hemos estado estos días durmiendo prácticamente al lado y fantasmas sólo los normales, lamento informar.
   Lo que es cierto es que en el mausoleo dedicado por la familia Rankin a Reginald, niño que murió el 6 de diciembre de 1866, se puede leer el poema de John Dos Passos How Fine To Die In Dénia (Qué bueno morir en Dénia), belleza que no discuto y opinión que no comparto, ni referido a Denia ni a ningún otro sitio.
"How fine to die in Denia
young in the ardent strength of sun,
calm in the burning blue of the sea..."
 
   Toda la costa está llena de atalayas, de torres de vigilancia o refugio, como las hay en las huertas del interior, cerca de Alicante. Tres veces al día encencían una hoguera en lo alto de la torre para indicar que no había moros en la costa. Cuando sí los había, hacían que la fogata echara humo, que replicado de torre en torre, daba aviso al veedor general de la costa, en la atalaya del Grao de Valencia. También tocaban a rebato con la campana que tenían para avisar a la caballería de costa. 
    Desde el Rosellón hasta el reino de Granada se edificaron unas 250, de las que 200 permanecen en pie, algunas algo reumáticas, pero en pie. Sobre todo en tiempos de Felipe II se procuró reforzar las existentes y levantar muchas más, pues el Gran Turco acechaba, los piratas berberiscos no paraban de saquear las costas y capturar gentes que vender en Argel o en Trípoli y, en general, la morisma estaba levantisca, confabulando con la Gran Puerta, Francia y Argel, esperanzada en un desembarco masivo que, como en otras ocasiones, restaurara su dominio. En 1568 fue la rebelión de las Alpujarras, a la que siguió su deportación, muchos de ellos al reino de Valencia, donde llegaron a ser más de un tercio de la población. Solían tener muchos hijos, lo que contrastaba con los cristianos viejos, que aun de jóvenes eran monógamos o célibes, principalmente ubicados en unas ciudades plagadas de eclesiásticos, un 8% de los varones adultos. Frailes, monjas y demás clero, caracterizado por una bajísima tasa reproductiva.
   Estos peligros se conjuraron en gran parte tras la victoria de Lepanto, en 1571. Lo de los piratas de Argel, mucho menos, sólo hay que recordar que Cervantes anduvo cautivo por aquellos barrios norteafricanos desde septiembre de 1575 hasta octubre de 1580, no pudiendo "al llanto detener el freno", según contó. Tampoco hay que olvidar que, cuando fue rescatado, previo pago de 500 ducados por parte de los trinitarios, unos 20.000 euros al cambio, fue precisamente al puerto de Denia cuando, ya libre, regresó a España, besando su suelo como un Papa y como primera providencia.
   Los moriscos huían a Berbería en cuando podían, comunicándose desde las cimas costeras mediante hogueras  con las fustas y galeras berberiscas que de noche esperaban en las calas. El lugar más usado para iniciar esas señales fue la cumbre del Aitana, que eran respondidas desde los barcos. Así coordinaban la huida. De paso, para mostrar la firmeza y sinceridad de su impuesta y supuesta fe, los feligreses de la Vall d'Ebo se llevaron a su párroco cautivo a Argel, que tuvo que pagarse su propio rescate. O en 1534 a don Pedro Andrés de Roda, señor de un lugar cercano, con familia y criados, que nunca regresaron. A veces hacían tratos previamente. Los moriscos de Senija ofrecieron por el viaje al gobernador de Argel 3000 ducados y el saqueo de Benissa. Conocida la trama, el virrey de Valencia ordenó prender a los más ricos y emparentados de Senija y tenerlos presos en el castillo de Guadalest hasta que la flota del gobernador de Argel no hubiera abandonado esas costas. Llegaron a atacar Valencia en 1562, llevándose 463 cautivos que también vendieron como esclavos en Argel.
  Barbarroja y su lugarteniente Cachodiablo, Dragut y Salah Rais le tomaron el gusto y la medida a toda la costa, y ellos y sus seguidores en la industria no dejaron pueblo tranquilo durante siglos. En Calpe se llevaron prácticamente a toda la población en 1537, como había ocurrido en otros pueblos costeros, con especial predileción por Villajoyosa, aunque solía defenderse bien.
  Desde Túnez, Trípoli, Argel o Salé, estos piratas berberiscos tuvieron atemorizadas las costas mediterráneas y atlánticas, las españolas y las francesas, italianas y griegas, llegando a Portugal, Gran Bretaña, Irlanda, los países Bajos, incluso Islandia.  Del siglo XVI al XIX se calcula  que se vendieron en los mercados de esclavos norteafricanos de 800.000 a 1.250.000 hombres, mujeres y niños. A muchos hombres les respetaban la vida porque sin cabeza no tenían mucha aceptación en aquella época. Hoy algunos llegan a ministros y jefes de estado. Eso explica —lo del miedo, no lo de llegar a ministro—, que hasta el siglo XIX no se ubicaran los pueblos en los llanos o cerca de esas playas que tanto nos gustan hoy.
   Es tara nacional recrearse más en los fracasos que en los éxitos, en las derrotas que en las victorias, llegando a perdonar, incluso justificar —cuando no negar—, las invasiones sufridas, tanto como avergonzarse de las protagonizadas, cosa que nos diferencia de la pérfida Albión.  Nunca contamos que las más de las incursiones africanas fracasaron, que a menudo desde estos pueblos salìan barcos en su persecución, apresándolos y esclavizándolos, a veces extirpándoles la cabeza, sede de sus malas ideas, como tampoco que en España también hubo esclavos hasta el siglo XIX. También que se terminó atacando las bases de Argel desde donde salian los piratas. 
   Mucho se ha discutido, llorado y argumentado acerca de esa expulsión, lamentada por motivos humanitarios o económicos, casi siempre con ojos actuales. La tradición de sucesivas invasiones norteafricanas, los levantamientos de moriscos en zonas de montaña, la situación del Mediterráneo en aquella época, con el Gran Turco amenazando, la colaboración evidente de los moriscos con los piratas berberiscos, la lógica falsedad de una conversión impuesta, su aumento demográfico... Todo se puso en su contra. Fue una cuestión de estado, apoyada por la iglesia y demandada por la mayoría de la población, salvo los señores cuyas tierras cultivaban, con una mezcla de temor, envidia y rencor, siendo medida muy aplaudida por el resto de una Europa que siempre nos tuvo como barrera ante el Islam. Igual había ocurrido con los judíos en 1492, cuya expulsión provocó hasta un mensaje de felicitación y alegría por parte de la Sorbona.
   Decía Américo Castro: «El problema, como tantos otros de la vida española, era insoluble, y huelga discutir si los moriscos debieron o no ser lanzados fuera de su patria. Fueron, sin duda, un peligro político, y estaban en inteligencia con extranjeros enemigos de España, que comenzaba a sentirse débil». Felipe III no veía ya sino peligros en la estancia de los moriscos dentro de sus reinos, porque a los riesgos de orden interior se añadían, y así lo reitera, los de orden exterior: Los moriscos conspiraban con moros de allende, turcos y franceses, para acosar a un enemigo que creían débil y veían muy preocupado. Felipe III sabía de la conspiración morisca para invadir España como en tiempos de Don Rodrigo.
  
   Gregorio Marañón, en un libro póstumo publicado hace pocos años, "Expulsión y diáspora de los moriscos españoles", dice, entre otras muchas cosas, como es natural, que la expulsión "fue un mal, pero un mal necesario, porque era el único remedio de otro mal peor: la existencia y el auge dentro del Estado español de un pueblo extraño y hostil"

  Gil Grimau, considerando que los moriscos eran una minoría hispana, entre otras, afirma: «¿Por qué los moriscos tenían que abandonar sus particularidades diferenciales tajantemente —lengua, nombres de familia, recato, ropas, baños, fiestas— si otros pueblos de la Península o del Imperio los conservaban? [...] Los alegatos de Núñez Muley lo dicen bien claro. Son angustiosos y llenos de razón. El morisco —muchos de los moriscos— quiere ser español. Quiere seguir siéndolo, y conservar, lo mismo que los gallegos, los catalanes o los vascos, entre tantos otros españoles, un modo vernáculo de hablar y comportarse»

   Joseph Pérez, ha escrito que: «Los historiadores aún se preguntan por las razones que tuvo el duque de Lerma para expulsar a los moriscos. La única explicación posible es que trató de desviar la atención de los males que padecía España. Los moriscos, blanco del odio de clase y de raza, fueron sacrificados a los prejuicios populares, como si su expulsión sirviera para mitigar los efectos de la peste, el subdesarrollo, el parasitismo y la pobreza. No habían transcurrido muchos años cuando en España se alzaron voces lamentando una decisión que calificaron de inicua». 

   Muy recomendable la lectura de unos artículos sobre el tema, parte de su eterna polémica con Américo Castro, publicados en La Vanguardia en los 90, remitidos desde Buenos Aires por don Claudio Sánchez-Albornoz,  presidente de la II República en el exilio, de la que había sido ministro.  Algunos aparecen en su libro "Confidencias", Austral, Espasa-Calpe, 1977:

También el libro de Gerardo Muñoz Lorente "La expulsión de los moriscos en la provincia de Alicante". 
  
   Me entero con estas lecturas y averiguaciones de que ese "al Ra'is", apellido de muchos piratas, no es tal, sino que significa patrón de barco.  De ahi deriva el apellido Arráez y sus variantes, que el diccionario de la Real Acaemia recoge como caudillo o capitán de barco árabe o morisco. "Arráeces" son también los jefes de las labores de la almadraba. En la lista de apellidos sefardíes que se publica como base para pedir la nacionalidad española, aparece Garrido. Ahora veo que Herráez me hace marino berberisco. En una feria medieval un calígrafo, hace un tiempo, me escribió con cálamo mi nombre en árabe: Yusuf. Resulto ser Yusuf ben Garrido Al-ra'is al-Albasití, algo que no sabía y además ignoraba. Ya puedo pedir la nacionalidad española. O la berberisca. O la israelí. No sé si sería bien visto que se publicara otra de los que quieren abandonarla.

   Los dibujos y acuarelas de esta entrada son los que se hicieron en el cuaderno, bajo el sol de mayo, observando a ratos a un cormorán buceando vertiginosamente tras algún pez, tomando un vino blanco de Jalón, fresco, de esas uvas moscatel de la zona, para regar algún trozo de salazón de la misma. Dentro de nuestra pobreza. como mi padre decía en similares trances, no se puede pedir más.
Embarco Moriscos en el Grao de Denia. De la serie: La expulsión de los moriscos
[1613] óleo sobre tela. 110 x 173 cm

Vicent Mestre

domingo, 13 de mayo de 2018

Alpera. El señorío de Verastegui.


   Mi buen amigo Rafa Soler Pozuelo ha publicado un libro. Un libro sobre Alpera, su pueblo, y podría decir que el mío. Hijos tiene dos, una hija y un hijo, buena gente como sus padres. Árboles ha plantado más, entre ellos un castaño de indias, un olivo y otro con las hojas de color borgoña que no sé de qué marca es. Los lileros, jazmines, papiros y bambúes de su patio no los cuento, aunque sí los dibujo. Las macetas tampoco, aunque algunas ya están en flor. Le faltaba el libro y aquí está, bien hermoso. Primera edición prácticamente agotada el mismo día de su presentación, lo que anuncia otra, ya en prensa. Los beneficios del libro van de forma íntegra a la Asociación de Alzheimer de Alpera.
    Lo conocí al mismo llegar a Alpera, yo con veinticinco años, él tres o cuatro menos, suficiente diferencia entonces para que fuera mi alumno de prácticas como maestro, profesión que, con buen criterio, nunca ejerció. Hoy ya tenemos la misma edad y bastantes achaques y goteras, que esperamos vayan a mejor. Muchos amigos tuve y sigo teniendo allí y entre ellos él fue y sigue siendo el mejor de los amigos, un hermano. Como lo fue Joaqui, su mujer, durante los muchos años en que todos los días pasábamos gran parte del tiempo juntos, siempre esforzándonos en aumentar la prosperidad de la hostelería local, que en carroza habían de sacarnos el día de santa Marta. La vida, y cada vez más, te obliga a pasar páginas, a veces hasta el punto de no desear seguir leyendo más capítulos, como cuando Joaqui murió. Pero todos sobrevivimos agarrándonos como lapas a los buenos recuerdos, que muchos tenemos compartidos. Ya decía Discépolo en el tango eso de "Fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó". No tiene esto nada que ver con el libro, pero tenía que contarlo, que a estas alturas de la vida incluso las alegrías dejan a veces un poso amargo y triste.
    El coche va solo, que es esta una ruta que con él y sus antecesores hemos recorrido cientos de veces. A lo largo de muchos años, viviendo en Alpera como maestro en sus escuelas, hemos tenido la ocasión y el placer de ver estos parajes mostrar todas sus caras. Una cara a veces seca, otras verde y jugosa, incluso inundada, que por aquí las aguas no saben a donde ir. Roja de ababoles o blanca de nieves, dorada de siembras o parda de encinas, no tan abundantes hoy como cuando los atravesaba la Vía Augusta, la A-31 del itinerario de Antonino que a veces traza, cuando no cimenta, la autovía de igual número en la relación, más actual, del Ministerio de Obras Públicas. A izquierda y derecha del camino pequeñas elevaciones, cerros redondeados o simples bultos de tierra que por aquí llaman morras, muchas de ellas, por no decir todas, con restos de poblados neolíticos, ibéricos o islámicos, en la cima o en las laderas. Comarca poblada desde antiguo, paso obligado, hay abrigos con pinturas de los ciervos que corrían por ella, y no escasean las hachas y puntas de sílex con que los cazaban, cerámicas, los posteriores bronces y hierros, canales y caminos, aljibes y santuarios. Los romanos y también los árabes prefirieron el llano, una vez pacificado el territorio, y los pobladores de las cimas fueron abandonando las alturas, sometidos o resignados, y todos fueron unos. Y ahí siguen.
   De todas formas, por aquí, como por muchos otros sitios de España, para el común, moro es todo lo que reluce y también mucho de lo que no. Muchas leyendas hubo y hay acerca de tesorillos enterrados, orzas llenas de relucientes y doradas doblas, de tíos con chilaba que en sueños se aparecen indicando dónde se ocultaron tales maravillas de las mil y una noches. Eso ha llevado a más de uno a deslomarse agujereando cerros y cinglas, cosa que más ha contribuido a airear la tierra y a llenarla de hoyos, que a sacarlos de pobres. No obstante, alguna se ha encontrado, aunque nunca donde se buscó o donde se había soñado.
     Algunos lugares, siempre fronterizos y nunca muy poblados, tal vez debieron ser abandonados por agotamiento de las fuentes y pequeños manantiales de la montaña, mientras que otros hubieron de serlo por haberse cegado acequias y cauces de desagüe, abandono que devolvió a algunos parajes,  trabajosamente mudados en huertas fértiles, su carácter de almarjales insalubres, que todo se junta. En todo este corredor hubo, como sus restos nos cuentan, cientos de asentamientos, lo que nos habla de agua, bosques, caza, zonas con cierta fertilidad, incluso pesca, hoy inconcebible. También hay que decir que la famosa ardilla nunca hubiera podido cruzar esta comarca saltando de rama en rama, que la península nunca fue el Amazonas ni la verde Francia. Aldeas, villas, posadas, alquerías, algunos poblados de tamaño no pequeño, en su época dorada poblaciones que se extendieron por varias hectáreas y siempre al lado de las antiguas calzadas y caminos, sentaron sus reales cerca de fuentes, arroyos y hondos que en tiempos albergaron pequeñas lagunas, tan frecuentes en esta comarca endorreica, drenadas ya desde antiguo por canales y azarbes o secas por una deforestación secular. Los sistemas de cultivo, las continuas y obligadas roturaciones, fueron también ayudando a un clima feroz, por seco, extremo y ventoso, a erosionar y agotar las tierras, como vemos por la mezquina vegetación que crece sobre la tierra polvorienta y reseca que cubre y casi esconde los numerosos yacimientos arqueológicos. Pero, tercas, las aguas resurgen cuando las lluvias abundan. Si nos remontamos aún más, algunos millones de años, por las frecuentes conchas y caracolas incrustradas en lo alto de sus cerros, sabremos que esto fue mar. También por la abundancia de salinas y aguas salobres. La sal siempre fue una de las riquezas de estos feudos.
   Los asentamientos y construcciones hoy enterrados, que asoman sus crestas en bancales y barbechos, responden casi todos a un carácter de zona de paso, más de ganados que de personas: vías, cañadas, posadas, corrales, refugios, aljibes, abrevaderos, con pequeños núcleos de población en las escasas zonas favorecidas por el agua.
     Alpera no tiene río, pero sí numerosas fuentes que riegan una vega hermosa, que algún año hemos visto cubierta de agua. Los almohades ya hicieron minas, acequias y azudes, caces y canales para domesticar las aguas, aunque no habría que descartar que ya antes se hubiera intentado darles cauce y sanear una comarca estancada, de almarjales llenos de juncos y carrizos. También de aves. Y de fiebres.
   Por La Laguna, alrededor del castillo de San Gregorio, podemos encontrar la primera ubicación de Alpera, de origen musulmán. De entre todas las etimologías propuestas, algunas bastante peregrinas, incluso frutales o melíferas, más razonable parece que su nombre derive de Al-Bahara (mar pequeño o laguna), o su diminutivo al-Buhayra, derivando a al-Behara o Al-Behera, como afirma, con más fuste, don Aurelio Pretel, muy citado en el libro. Quedó dentro de la Cora de Tudmir, tras el tratado de capitulación del visigodo Teodomiro de Oriola con los invasores, que evitó la habitual degollacina por parte de esos visitantes que ahora algunos dicen que nunca nos invadieron, recogido en el Pacto de Tudmir o Pacto de Orihuela, firmado el 5 de abril del 713. Luego, ya sin tantos miramientos, como muestra la destrucción por parte de Abderramán III de la ciudad trimilenaria, visigoda entonces, del Tolmo de Minateda, formó parte del Califato y más tarde del reino de Denia.   Cuando en 1242 pasa a poder de Castilla, ya encauzadas las aguas mediante acequias hacía tiempo por los almohades, la población islámica en parte se refugia en la Granada nazarí y, salvo algunos moriscos que quedan en el valle, desde entonces poco a poco la población se va trasladando a su actual emplazamiento,  lugar más llano y salubre. No obstante se leen constantemente medidas y contribuciones destinadas al mantenimiento del castillo. Entre los numerosos datos, documentos y hechos recogidos en el libro, resulta curioso que Alfonso X el Sabio fuera en Alpera, obviamente estando de paso, desde donde concediera un privilegio de libertad de portazgo de paso a Alicante, firmado aquí el 4 de julio de 1257. No era raro, dado que la corte durante mucho tiempo fue de acá para allá, como feriantes. De hecho Alfonso X el Sabio estaba en  Sevilla en 1264 cuando  cedió a Almansa los lugares de Alpera, Carcelén y Bonete, otorgándoles los fueros de Cuenca y Requena para repoblarlas con cristianos. El 13 de septiembre de 1266 cede Alpera a don Guillem de Rocafull y en 1276 cambia de opinión y el término de Almansa es cedido a su hermano el infante don Manuel, hijo de Fernando III el Santo y Doña Beatriz de Saboya. Se ponen los cimientos así del Marquesado de Villena.
   Gran parte de estas aguas continuamente disputadas habrían ido al Júcar si las hubieran dejado decidir, dejándose caer por el barranco del Malecón hacia el río Zarra, rumbo a Ayora, ya en el reino de Aragón. Si Aragón y Castilla hubieran llegado a otros acuerdos en el pacto de Cazorla en 1197, confirmado en el de Almizra en 1244, no les hubieran torcido la voluntad, y no habrían regado toda la zona por la que discurren hasta el pantano de Almansa, encauzadas por los almohades en acequias recuperadas por los castellanos del marqués de Villena, que reparte las aguas en cuestión entre Chinchilla y Almansa, encargando a esta última la construcción, más bien recuperación y mejora, de la acequia en 1338. En el libro se recogen textos que nos hablan de esas obras y de las continuos acuerdos, desacuerdos, incumplimientos y disputas entre Chinchilla, Alpera y Almansa, pulso mantenido durante siglos con la avarienta tenacidad de los regantes, que eso no cambia a lo largo de la historia.
   Como su título indica, el libro, en el que aparecen algunas de estas acuarelas, se centra en compendiar documentos, principalmente desde el siglo XIII, con especial atención a la vida de Alpera bajo el señorío de los Verastegui, iniciado bajo Felipe II, señores de la villa durante siglos, donde tenían su casa-fuerte, que aún sigue en pie y habitada. Desde hace algo más de un siglo por la familia de mi amigo Rafa, autor de libro.
 Hace un tiempo pinté el patio de la entrada al Palacio.
También la pintó Jesualdo Gallego Navajas (1878-1927), pintor alperino discípulo de Sorolla.
    Como muchas otras veces vamos hoy a comer a este caserón, al Palacio, como se conoce en Alpera, casa-fuerte de los Verastegui, que se edificaría poco después de la cesión del terreno por parte del concejo al nuevo señor de la villa, que la acababa de cambiar a Felipe II por las salinas de Ontalbilla, donde Iniesta, haciéndose cargo también de la deuda contraída por los arruinados habitantes de Alpera, comprándolos con su desesperado consentimiento en 1576. Se habían arruinado, por cierto, para comprar en 1566, al mismo rey que ahora les vende, su libertad respecto a Chinchilla. Pagaban entonces por su libertad jurisdiccional, que tierras, edificios, pastos y aguas ya habían sido compradas a Chinchilla por seis vecinos de Alpera en 1445. Para dejar de ser una aldea sometida a esa ciudad acastillada, tuvieron que pedir prestados al duque de Segorbe casi todos los 5000 ducados (17,5 kilos de oro fino) en que el rey tasó su independencia de la ciudad de Chinchilla, trato que no les libraba de pasar a depender de él. Teniendo en cuenta que por aquel entonces eran cien vecinos y que la mitad huyeron para no entrar en el reparto de esa carga, según mis cuentas salían a 100 ducados de oro de 23 ¾ quilates por barba, que el rey querría ducados de los Excelentes de Granada. Eso da 37.500 maravedíes por vecino. El 8 de octubre de 1571, Felipe II firma una pragmática fijando el precio de la fanega de trigo en 374 maravedíes. En Roma también había algunos que se vendían a sí mismos como esclavos para mejorar su condición.
   Los terrenos de este edificio antañón, enorme hoy, con sus patios y jardines, son menores que los que ocupaba inicialmente en el siglo XVI, un solar en la plaza de la iglesia cedido y escriturado el 14 de abril de 1567, que por aquel entonces no era el día de la República.
     Varias veces restaurado y reconstruido, el edificio actual es de los mismos años que la iglesia, de 1796. Por herencias, matrimonios o compra, tras algunos siglos de propiedad de los Verastegui, pasó al conde de Casal, que lo restaura en el siglo XIX. Fue después su dueño el hijo de los Vizcondes de San Germán, casado con Purificación Urrea y Pérez Ontiveros (1886-1966), cuya herencia aún colea en la prensa y en los tribunales. En 1910 lo adquirió la familia que lo habita desde hace más de un siglo, los antepasados inmediatos de mis amigos Rafa Soler y sus hermanos, entre los que se encuentra Don Federico Ochando y Chumillas, que fue Capitán General de la región militar de Valencia, senador electo por La Habana y por Albacete, vitalicio después, y en 1892 Gobernador General de Filipinas, cargo que se conocía como virrey. En 1896 estaba en la Guerra de Cuba.
    Federico Pozuelo Ochando, también de los Ochando de Casas Ibáñez, también Capitán General de Valencia, el abuelo de mis amigos, fue quien compró el Palacio. Y yo diciéndoles de tú. Después de comer, Rafa me cuenta la historia de esta casa al amor de la chimenea y yo dibujo el salón de la entrada mientras tomamos café.

    En estos tiempos en que se ostentan títulos y másteres falsos como moneda de cuero, mi amigo Rafa, matiza en la presentación del libro por parte de Cesárea, alcaldesa y exalumna mía, que él no es investigador ni historiador, sino paciente recopilador de textos, referencias y noticias sobre la historia de su pueblo, que no es poco. No se limita a rastrear y reunir fragmentos seleccionados de publicaciones que aportan datos sobre la historia de Alpera, lo que no sería tarea menor. Lo más valioso y arduo ha sido el trabajo de desentrañar qué se dice en esos legajos antiguos, muchos no editados, publicados ni conocidos, actas del concejo del siglo XVII, testamentos, acuerdos, ordenanzas, escritas con esas enrevesadas grafías que hasta a un farmacéutico costaría descifrar. Cuando te acostumbras a los trazos y abreviaturas de un secretario o escribano, cambia, y con él la escritura, y empiezas de nuevo. Hay que estudiar paleografía, al menos sus rudimentos para esas épocas, si quieres sacar algo en claro.

 Lee la alcaldesa en el acto de presentación de esta obra, lo que me honra, el texto que escribí para las solapas del libro de mi buen amigo. Creo procedente, aunque largo, reproducirlas aquí:
    "Hay infinidad de libros de Historia. Es fácil encontrar en alguno de ellos información sobre lugares, personajes o sucesos lejanos a nosotros en el espacio o en el tiempo. Más difícil es que alguna de estas obras nos informe con cierto detalle acerca de lo que sucedió en la esquina de nuestra casa hace pocos siglos, incluso decenios. También abundan pequeñas historias locales más cercanas a la fábula o al ejercicio literario que al registro veraz de lo que en verdad ocurrió.
   Alpera, situada en el Corredor de Almansa, ha visto pasar a lo largo de la historia a muchas gentes siguiendo antiguas rutas que unen en nuestra península la meseta con la costa o el norte con el sur. Unas han pasado de largo, a veces tras estancias breves en términos históricos. Y otras se han quedado, han vivido aquí, y aquí siguen sus descendientes. Todas ellas han dejado su rastro, en forma de pinturas o grabados, enterramientos o murallas, acequias, costumbres o palabras. También nombres propios presentes en la toponimia y apellidos actuales que hace siglos ya aparecían en las actas municipales como vecinos de nuestro pueblo.
    Así encontramos evidencias de una población ininterrumpida desde la prehistoria, primeros rastros de una cultura cuyos trazos ágiles y expresivos en los abrigos rocosos cercanos a sus lugares de caza han colocado a Alpera en el mapa, haciéndola conocida en todo el mundo. Iberos, romanos, visigodos o árabes, entre otros, han vivido en estas tierras de forma permanente, como demuestran los abundantes yacimientos arqueológicos. Nosotros somos sus descendientes. Muchos otros pasaron de largo,  y podemos imaginar el lejano trasiego de tropas romanas y cartaginesas en disputa del territorio o a comerciantes que desde la costa se internaban a vender sus productos. Dado lo agitado de nuestra historia, eso ha venido ocurriendo con distintos uniformes y mercancías.
   De estos hechos, compartidos con el resto de los españoles, podemos encontrar abundante bibliografía donde se nos hable de ellos, interesantes pues todo lo que nos fue común afectó y  afecta a nuestro presente.
   Tenemos en las manos algo distinto. No existiendo una obra que narre una Historia formal de Alpera, sería necesario consultar innumerables fuentes y publicaciones, referencias dispersas en obras más generales, actas, registros, noticias de prensa, archivos lejanos complejos de transcribir o libros antiguos difíciles de encontrar. Esta obra de Rafael Soler Pozuelo reúne infinidad de esos textos dispersos,  ofreciendo su conjunto una visión que resultaría complicado y trabajoso alcanzar, siendo necesaria una paciencia y un tiempo que él no ha regateado para ofrecérnosla. Viva, con la frescura de lo escrito en el momento en que cada cosa ocurrió, con el lenguaje, incluso la caligrafía y la mentalidad de cada época.
   Queda darle las gracias por el trabajo y disfrutar con su lectura atenta y no pocas veces divertida".
Tronco en el Molino de San Gregorio.
Palacete de los Verastegui en San Gregorio
En el libro aparecen algunas de las acuarelas de mi exposición en Alpera en agosto de 2015