miércoles, 23 de marzo de 2011

VI.- San Odón. Zona de fumadores


urante muchos años los troncos siguieron navegando hasta Sevilla y Cádiz por el río Guadalquivir, tras su botadura en el Guadalimar o en el Madera. Los pinos que hasta Cartagena viajaban, iniciando su singladura en el río Segura, más mulas que truchas vieron en su camino, pues lo menguado del caudal en no pocos tramos del recorrido dificultaba su transporte por el muelle sendero de las aguas. Arrastrados por ribazos y torrenteras, mojados ahora por los sudores de hombres, mulas y bueyes, hacían dura y larga travesía hasta los arsenales de Cartagena.
    Si por esos caminos de tierra y agua marchaban los pinos, otras eran las cosas que venían de vuelta. Entre ellas, las noticias, el tabaco y la discordia. Si las nuevas no solían ser buenas, menos lo era la compaña. Marinos y gancheros, además de vinos y salazones,  acarreaban fardos de hojas de tabaco al regreso de sus expediciones. Espoleados por la curiosidad hacia lo nuevo que, junto con el oro, las faldas y el vino, son los principales encargados de hacer las levas con que poblar los infiernos, raro era el villano que no bufaba hediondos vapores por narices y boca, sumiéndose a sí mismo y a quienes  le rodeaban en broncas toses y arcadas. Sin duda fue el mismo Lucifer quien puso en el paraíso americano tal manzana para castigar nuestra comparecencia sin haber sido allí invitados, pues lo que, aplicado a la fuerza, hubiera supuesto inquisitorial tormento, trocóse en placer al ser sometidos a ello de grado, no sin arduo y largo entrenamiento de los pulmones habituados a los puros aires de la sierra.
    No pocos frailes sucumbieron a semejante desatino. Si al principio fueron escasos los que a escondidas, tosiendo entre tales sahumerios, afianzaban tan insana costumbre, cada día fueron más los que no se recataban de atufar las estancias a la vista de los demás hermanos. Incluso al scriptorium y a las cocinas llegó tal vicio. Menguada la visión por las brumas que los envolvían, copistas e iluminadores a duras penas acertaban a mojar sus plumas de ave en las tintas, escribiendo no pocas veces sobre la madera de sus inclinados escritorios, fuera de pergaminos y vitelas, con gran menoscabo de la hechura de los textos, hasta ahora famosos por su perfección y aseo.
    Hubo un monje, gran iluminador, conocido como fray Jacobo “el peregrino”, quien, cuando ceñudo arrimaba sus ojos a una hermosa letra H con que se iniciaba un capítulo, ocupadas sus manos en guardar la cajita con el polvo de tabaco que en su nariz acababa de introducir, fue atacado por un repentino y violento estornudo. No pudiendo sujetar su cabeza, embistió con gran estrépito el pupitre, incrustando en su despejada testuz un berberecho de los utilizados para albergar tintas y colores. Si son las lapas quienes fama tienen  de agarrarse bien a su sitio, no anduvo a la zaga el berberecho clavado en la calva de fray Jacobo. Dios y ayuda fueron menester para separar a Fray Jacobo del berberecho, o a la inversa, que de todas las maneras se intentó. Cuando, por fin, pudimos hacerles tomar distintos caminos, quedóle marcada su impronta justo en la mitad de la frente, perfilada por la tinta que por la cortada piel se había infiltrado. Cicatrizada la herida, quedó claro que la silueta tatuada de una pequeña vieira  sería divisa que le acompañaría para siempre, acarreándole piadoso apodo.
    Dividida como estaba la congregación acerca de estas fumatas que, en la opinión de algunos, reservadas para anuncio de nuevos papas debieran quedar, necesario se hizo  someter a capítulo la decisión sobre si tal costumbre sería en lo sucesivo tolerada o proscrita. El día de la votación, los detractores de los humos vieron el caso perdido nada más iniciadas las deliberaciones, que se presumían acaloradas,  al contemplar que de la capucha que casi ocultaba el rostro del prior Gandolfo  asomaba un descomunal veguero de Vuelta Abajo cuya roja ascua refulgía en la penumbra de la sala capitular, ya conquistada por el humo.
    Siendo la obediencia voto asumido por todos los hermanos, no quedó a los enemigos del tabaco más recurso que entregarse a la murmuración y al rencor, profiriendo en baja voz maldiciones que auguraban que un día, tal vez lejano, pero inevitable, como justo castigo por sus vicios, así como Adán y Eva lo fueron del Paraíso, serían los fumadores arrojados de todo lugar cubierto y temblarían a las puertas del convento, a la intemperie, soportando las heladas,  los chubascos y el desprecio de sus hermanos, calentados sólo por las ascuas de sus pipas y cigarros.
    En las paredes de las letrinas y por los rincones más recoletos del convento, incluso en los márgenes de algunos códices, aparecerían palabras en contra del prior. Como el rumor y la maldad encuentran cómodo aposento entre quienes, encerrados, tienen pocas novedades de que hablar, prosperó la infamia de rebautizar para la posteridad a fray Gandolfo, natural de Bilbao, nuestro querido y longevo prior, con el alias de “el golfo de Vizcaya”, nombre más apropiado para figurar en portulanos o cartas marítimas que en el piadoso nomenclátor de los priores de San Odón.

Continuará...

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