jueves, 25 de enero de 2018

When I'm sixty-four



    Mucho hace desde que compré mi primer ejemplar en vinilo del Sargento Peppers, donde escuché entre otros temas ese When I’m sixty-four cuyas notas y palabras me han acompañado desde entonces en muchos momentos, grupos y escenarios. Aunque, en la engañosa eternidad de la juventud, sesenta y cuatro años parecían algo muy lejano, había que tener siempre presente que era cifra crecida que incluía la posibilidad de no llegar a cumplirlos. Nada nos garantizaba no recibir anticipadamente el finiquito en uno de esos casos lamentables que quiebran la estadística y que nos han arrebatado a muchos amigos y familiares con los que contábamos para todos los siempres. Al menos para el nuestro. Ya vamos siendo unos supervivientes.
    Palabras de una canción que nos ayudaron a aprender inglés, a cantarlo mejor que nunca lo hemos llegado a hablar, augurándonos con poco tino la pérdida del pelo y preguntándole al futuro si, pasados esos años, nos seguirían queriendo las personas que entonces nos querían o si tendríamos fuerzas para arreglar los plomos o cuidar el jardín. Plomos sigo teniendo, pero jardín y chimenea hace años que no y bien que los echo de menos. A las fuerzas también.
    Hoy escucho a los Beatles en streaming por no levantarme a poner el disco, el CD, que el vinilo está menos a mano. Una tecnología que entonces no existía, ni siquiera se vislumbraba, que mucho hemos adelantado en eso, lanzados a un progreso imparable y vertiginoso que, en realidad, nos permite escucharlo mucho peor, como ocurre con tantos otros avances.
   El caso es que esos sesenta y cuatro años que tantos y tan lejanos se le figuraban a Paul le alcanzaron a él hace ya doce años y a mí me caen encima hoy, en ese tiempo uniformemente acelerado que arrambla con nosotros, que siempre acaba pillándonos por mucho que algunos se quieran refugiar en este mundo actual de Peter Panes reacios a envejecer. Nadie quiere ser maduro. Ni siquiera el de Venezuela, que quisiera ser Chávez. Mucho se ha elucubrado y escrito sobre el tiempo por parte de poetas y filósofos, igual que de sus misterios y peligros nos avisa la sabiduría popular por medio de refranes y dichos. Me quedo con ese “el que de joven no se muere, de viejo no se escapa”, de mi abuela. Carpe diem.
    Me hago una foto para renovar el DNI. Dispara desde muy cerca, tal vez para no sacar la garrota. ¿Qué tal? —pregunta la fotógrafa. —Bueeeeno… —que diría mi amigo fray Sven de Escandinavia—. Aunque tan de cerca las caras se abesugan, no creo que otra toma mejorara mucho la cosa, que los retratos cada vez nos salen más abstractos. Un retrato hay que hacerlo con un 80mm, no con un  angular. Y, a mi edad, con una media en el objetivo como exigía Sara Montiel, pero no entro en esas consideraciones y la doy por buena. Me preocupan más las fotos con rayos X que muestran las arrugas y quebrantos de mi osamenta, cuyo reparador Photoshop quirúrgico necesita de anestesia.
    Aunque esto de los años, los que pasan y los que cumples, los que terminan y los que comienzan, no deja de ser una convención, siempre estas fechas resultan mojones que invitan a hacer resúmenes, planes y valoraciones. Visto el año que tan rápido ha pasado e intentando resumirlo para ver qué ha dado de sí, uno puede ponerse en modo Facebook y resaltar las fotos de las gambas y las cervezas trasegadas, las playas y los cerros visitados y pintados, los escenarios y canciones, las risas y los buenos ratos… También podríamos quitar dulzor a tanta felicidad y acercarnos más a la realidad contando las visitas al tanatorio, al quirófano o los dolores que tanto cariño nos han tomado. En fin, de todo ha habido y el balance no debe de ser tan malo cuando dejamos que nos abran en canal y nos llenen de tornillos el organismo para poder seguir haciendo las cosas que tanto nos gustan cerca de las personas que tanto queremos.
    Como uno no puede evitar ir convirtiéndose en un abuelo Cebolleta, descontento con el mundo que le ha tocado vivir, algo común a todas las épocas y a todos los ancianos, venerables o no, hay que reconocer que mucho nos afecta habitar un mundo irritado e irritante, injusto, estúpido y cruel, ignorante y poblado de imbéciles refractarios a la belleza, inteligencia y bondad que les rodean, que no son pocas. Aunque sigo optimista, cada vez menos, pero optimista, me asombra que habiendo buenos libros, músicas y pinturas, buenos paisajes y buenas gentes, cedamos el protagonismo al espectáculo de los cerdos revolcándose en el cieno. Entre mis buenos propósitos para este nuevo año está el de intentar desentenderme de tanta basura. Llevo un par de semanas que, en lugar de amargarme el día leyendo estupideces, bulos y desvaríos, tan predominantes en las redes, me pongo a Mozart o a Bill Evans y me leo el Retrato de Dorian Gray, a Chesterton o a Josep Pla. Prefiero que me expliquen de qué van las cosas Hannah Arendt, Barthes o Jones Owen mejor que el Marhuenda o el Cebrián. U otros por el estilo. Al lado de Flaubert no hay color. Muestra de mi rebeldía creciente es que pienso llegar a Calleja, leerme una fanega de cuentos tradicionales, incluso de hadas, de esos que antes se leían a los niños. Hoy resultan transgresores, violentos y llenos de incorrecciones de toda índole. Menos mal que las series de televisión, las noticias y lo edificante de todo cuanto hoy les ofrecemos han venido a librarles de tan perniciosos ejemplos.
    ¿Qué le echan al agua? Este año pasado me lo han amargado mis huesos y los indepes. El que no cojea renquea, qué os voy a contar. Escribir sobre mis huesos no lo veo tema de interés y sobre Tractoria noto que he dedicado demasiado tiempo a argumentar lo obvio, aunque para conversos, abducidos y melifluos suene raro. Me limito ya a decir con Krahe: “Que sepáis que no lleváis razón”. También me recuerda que he perdido el pudor. Otros han perdido además la cordura y tenemos que —otra vez con Krahe—, rezar a San Cucufato para que descubra dónde nos dejamos el sentido común. Algunos, intentando recuperar la juventud para camuflarse en esta sociedad adolescente, avanzan hacia atrás, regresan a las doctrinas de esa época añorada, esa que hizo buena hasta la mili. Incluyen en sus recuperaciones los aires censores y mojigatos de la época, aunque selectivos en cuanto a su irritación que muestra grandes tragaderas sectorizadas, llegando a un calvinismo que sitúa entre la incorrección y la herejía cualquier cuestionamiento o matiz sobre los dogmas de esa religión laica en que han puesto los restos de su fe y sus últimos ardores. Entre mitos, leyendas y cuentos volvemos a encontrarnos, aunque no se nos puede pedir a los demás que también recuperemos la ingenuidad con que escuchamos y leímos, temblando a veces, los antiguos cuentos, esos que me pienso releer y de los que muchos sólo asimilaron la moraleja, que no deja de ser una moral venida a menos. No es raro ese amor por lo antiguo, aunque quieran hacerlo pasar por novedad, pues sabemos que en la antigüedad el mundo era joven y sus cosas nuevas. Yo también soy un romántico, pero procuro encauzar mi melancolía y mi nostalgia, al menos mitigarlas, comprando un par de pastillas de jabón Lagarto.
    Instalados entre la postura, la impostura y la locura, se dan casos como el del inglés que intenta comerse la servilleta en el restaurante de Berasategui tomándola por una exquisita e innovadora parte del menú. O el de la abuela brasileña que lleva años rezando a una figura de Elrond, hijo de Eärendil, medio elfo y medio hombre, vencedor de Sauron, creyendo que es San Antonio. A otros les ocurre igual en sus adoraciones a Iglesias o a Puigdemont, con parecidos resultados. De paso, fortalecen los poderes oscuros de Rajoy, crecido ante tales enemigos.
    El año que empieza, al menos económicamente, será mejor. Me informan que me suben la pensión unos cinco euros. Vamos bien. Pero como jubilado me tengo que estar quieto. No dirá Montoro que no le hago caso. Los pasos justos. Pero cosas que puedo hacer sentado, como la música o la pintura, tampoco, salvo renunciando a la pensión que me he pagado durante 38 años. O me hago autónomo a mi edad o desisto de hacer nada que alivie mi ruina,  ahora que tengo una autonomía de unos cien metros, justo para llegar a la Fuente a tomarme un café. Al Café del Sur en un taxi.



Y después de la versión de Los Beatles, la mñía, con Flashback:
https://soundcloud.com/user637184620/when-im-sixty-four

martes, 23 de enero de 2018

Árboles y flores. Enero 2018

   Como los árboles suele ser uno de mis temas favoritos, empieza la entrada con una acuarela basada en unas fotos de los olmos centenarios de Cabeza del Buey, en Badajoz, ganadores del concurso "Árbol del año 2018", para representarnos compo candidato a "Tree of the Year", árbol de Europa 2018. Suerte.
   El anterior, un algarrobo del Rincón de Loix en Benidorm. Tampoco es joven, seguramente más antiguo que los olmos anteriores, pero los olmos se han convertido en reliquias, los pocos supervivientes que quedan. Esperemos que la especie se recupere. Las dos acuarelas usan unos mismos colores básicamente, aunque en los fondos se hayan utilizado otros. Siena y azul ultramar para las cortezas, con Hematite y algunas sombras de sodalita o amatista. Luego algunas raspaduras para resaltar la textura que se había intentado conseguir con el pincel.

   Las demás acuarelas de esta entrada, todas de flores, lógicamente utilizan más colores, aunque no demasiados porque hay muchas mezclas con cerúleo, ultramar y rojo cadmio oscuro. Los violetas salen con esos colores, aunque los más oscuros son carbozole o amatist de Daniel Smith. Los verdes, un sap green mezclado con los azules ya utilizados en las flores y algo de verde de jadeíta. Las sombras más oscuras, como suelo hacer, unos toques de sodalita.


   Una vista del Parque de Abelardo Sánchez, en Albacete. Era una prueba rascando el papel una vez seco. Es tan evidente que poco hay que explicar.
   Luego más intentos y probaturas con flores y algunas cerámicas. En estas últimas hay que practicar más, porque aunque el tono se va consiguiendo no ocurre igual con el relieve, con las sombras. No se consiegue despegarlas del fondo y a veces parecen una pegatina. Hay que integrarlas más, difuminar los bordes para que salgan al primer plano desde el fondo, cosa no conseguida aún. Habrá que estudiar a Caravaggio. O a Velázquez.