martes, 3 de septiembre de 2019

Dibujos y acuarelas Agosto y septiembre 2019

    Un dibujo con dos tintas, siena y negra, en dos estilográficas, una de ellas caligráfica, con tajo flexible. Y un pincel de agua. Papel caballo. Es un estudio de un árbol de Bienservida, en Albacete.
    Varias de las acuarelas de esta entrada se hicieron para seguir trabajando los verdes, sus mezclas porque raramente utilizo ninguno tal cual sale del tubo, salvo el de jadeíta de Daniel Smith, que no necesita añadidos ni matices. En la primera me atreví con el esmeralda o viridiana, el verde más difícil, por pinturero y chillón. Pero algo debe de tener cuando es el único verde que utilizan muchos pintores, especialmente algunos de los ingleses del principio de la acuarela. Siempre mezclado porque solo, a veces, por no decir siempre, resulta un exceso. 
    En esta ocasión lo he ido matizando con azules, especialmente cobalto e índigo, los azules utilizados en el resto de la acuarela. Otras con siena, incluso rojo, obteniendo unos verdes oliva muy cálidos que van bien para bosques y masas de árboles donde en la realidad hay menos verdes de lo que uno pudiera pensar. Hay que incluir tonos grises, quebrados, que suavizan la cosa y hacen resaltar el resto de los colores cuando se dejan más puros y saturados. Son los azules, los grises y los tonos cálidos siena los que dan cierto encanto y contraste tonal en esa acuarela.
    Por cierto, ese bosque, en gran parte imaginario, sale de un vídeo sobre Ronda y su entorno, detenido en el momento en que se mostraba un bosquecillo. Del original queda poca cosa, salvo el árbol del primer plano y los tonos cálidos del fondo. El río había que adivinarlo, oscuro y dudoso en la imagen. Al final se le dio más protagonismo para no llenar todo el espacio de vegetación. Ese sistema de basarse en un fotograma de un vídeo detenido funciona para arrancar a pintar sin saber exactamente qué.
    En la anterior acuarela, el bosque, ahora en azules y verdes, es un bosque prácticamente imaginario, y se nota. Los árboles son poco reales y se muestran destartalados, postizos. En la naturaleza todo queda bien, todo es armonioso, en sus formas e incluso en combinaciones de colores que no nos atreveríamos a vestir ni a pintar. Pero es que la naturaleza tiene mucho gusto y mucha experiencia. A la naturaleza se le perdona todo. El tema era seguir con los verdes y con los azules, con las lejanías, intentando pintar esas hojas que sugieren el perfil indefinido del árbol y se desdibujan con el sol detrás. En realidad es un ejercicio.
    La siguiente acuarela, como muchas otras que he pintado, se basa en una foto del amigo Vilaboa de Santiago de Compostela, que tantos y tantos paisajes mágicos nos regala. Sus fotos dan el trabajo hecho porque sus encuadres son perfectos, sus luces, sus colores... Además suponen un cambio respecto al tipo de paisajes que suelo pintar en Castilla, en La Mancha y en el Mediterráneo más cercano, de Alicante, Murcia y Almería. Tenía este paisaje el atractivo añadido de esos colores que de forma pálida se recogen en mi acuarela. También intenté usar el verde esmeralda, que da frescura a la hierba, pero que siempre es un peligro.
   Vienen a continuación dos versiones de un magnolio de Aranjuez, en acuarela y en dibujo con tintas. El tema es el mismo, como el encuadre, pero los resultados son muy diferentes, que cada técnica impone sus reglas y cada material añade su carácter y su vida propia, a veces poco manejable. En la acuarela se da importancia a las sombras, a los efectos de luz, en el dibujo he procurado centrarme más en la forma, en las líneas. En ambos casos hay manchas de color más que formas concretas perfiladas con pincel. Marca de la casa.
   En el magnolio segundo, las tintas, por su cuenta y como me avisa mi amigo fray Sven de Escandinavia, han pintado en el tronco un oso polar agazapado y aullando. Él tiene más costumbre de verlos.
    De una foto que hice en Cieza, un dibujo de un olivo con tintas, plumilla y pincel. Se notan los trazos de la plumilla, de grosor variable según la presión. Es de las pocas veces que me detengo a pintar hojas en copas y frondas de los árboles, casi siempre sugeridas con masas de color. La foto que sigue al dibujo muestra los materiales utilizados. 
    Un dibujo en cuaderno con estilográfica y pincel de agua, de una reunión de amigos músicos, hecho antes de las canciones, la cena y los cafés. Un buen recuerdo, de los muchos que la música y los amigos nos ha proporcionado.
    Una acuarela sobre unos plátanos de sombra de Aranjuez. Papel verjurado de Canson que proporciona esa textura. Lo hice después de leer un artículo sobre la antigüedad de la presencia en  el Mediterráneo de estos árboles traídos desde el Oriente. También el Libro de los árboles y de la labranza, de Columela.
    Lo curioso es que llegué a los plátanos de sombra después de escuchar por casualidad "Ombra mai fu", de esa ópera de Hændel, basada en la obra previa de Giovanni Bononcini quien, a su vez, la adaptó de la de Francesco Cavalli.  Un aria dedicada a la sombra de un plátano, cuya letra en italiano dice así:
Frondi tenere e belle
del mio platano amato
per voi risplenda il fato.
Tuoni, lampi, e procelle
non v'oltraggino mai la cara pace,
né giunga a profanarvi austro rapace.
Ombra mai fu
di vegetabile,
cara ed amabile,
soave più.



De ahí llegué a este artículo de prensa de Luis Ruiz Padrón 16.12.2017 en La Opinión, de Málaga:
    "Jerjes I, rey de reyes, atravesaba Anatolia camino de invadir Grecia cuando se detuvo frente a un gran árbol: un plátano de sombra.
«Frondas tiernas y bellas 

de mi plátano amado,
¡que os favorezca el destino! 
Nunca fue la sombra
de una planta más querida y amable», 
entonaba Jerjes en Ombra mai fu, la más célebre aria de Haendel. Se dice que Agamenón plantó un plátano en Delfos, y Homero narra los sacrificios que Ulises dedicó a los dioses junto a un plátano sagrado. El árbol bajo el cual Hipócrates enseñaba medicina en la isla de Cos pertenecía a esta especie, igual que los que crecían en la Academia de Platón; lo sabemos gracias a Plinio el Viejo. El polen encontrado en la lava de los jardines pompeyanos era de plátano. Horacio y Cicerón nos hablan de los plátanos que poblaban los vergeles de Roma; Hafiz componía sus poemas a la sombra de los plátanos de Isfahán, y Boccherini sus quintetos bajo los de Aranjuez.
     Puede que olivos y cipreses definan el paisaje mediterráneo, pero la civilización grecolatina se ha escrito bajo la copa majestuosa de los plátanos. Claro que milenios de exposición a los acordes, hexámeros y cuartetas de los más grandes han vuelto a nuestro árbol refinado y sensible. Prospera esplendoroso en ambientes cultos, pero se vuelve frágil y quebradizo cuando ha de vérselas con concejales que decretan podas extemporáneas y operarios de parques y jardines que las aplican a serruchazos. Por eso, cuando nuestro ayuntamiento afirma que «el plátano no se adapta a nuestro clima», comprendemos que habla en sentido figurado, y que con esa palabra no se refiere a pluviosidad y temperatura sino a otra de sus acepciones: «circunstancias o condiciones de un lugar». Al clima municipal, vamos. Ay, si Jerjes el Grande levantara la cabeza."

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