Mostrando entradas con la etiqueta viajes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta viajes. Mostrar todas las entradas

domingo, 16 de octubre de 2016

Tarraco

    Por convocatoria por parte de Ladrones de Cuadernos de Junta General de Accionistas para dibujar en el monasterio de Veruela, en Tarazona de Zaragoza, un proyectado viaje a la Costa Brava se acabó ampliando en días y kilómetros, hasta 2.200 en ocho jornadas, para abarcar toda la parte peninsular del antiguo reino de Aragón.

   La verdad es que desde Albacete ya se ve el castillo de Chinchilla de Montearagón, la antigua Cincilia, de nombre celta para unos, ibero para otros, por lo que lo dejaremos en celtíbero que en el término medio se encuentra la virtud. Fue Saltici para los romanos, y Yinyalá o Sintinyala para los árabes. Reconquistada en 1242 por Jaime I, Alfonso X y las órdenes de Santiago y Calatrava, que toda ayuda era poca para acometer una fortaleza tan difícil de tomar. Castellana desde 1243, el apellido de Montearagón se refiere a la cercanía con los dominios de tal reino, separado de Castilla por estos montes que había que remontar que es a lo que el nombre alude, igual que se les llama Giravalencia, topónimo existente también entre Almansa y Alpera, refiriéndose a otros pasos hacia el levante. Caminos a tomar para ir "al reino", algo que he escuchado para referirse a Valencia a los más viejos del lugar cuando vivía en Alpera. Me encanta escarbar en los nombres y en las palabras y, cuando paso por allí, no sé —y además ignoro— si Rivas-Vaciamadrid deriva del verbo ir o de vaciar, que mi ignorancia aún tiene menos límites que mi curiosidad.

     Allí, en Chinchilla que no en Vaciamadrid, cuando viajaban para terminar lo de la toma de Granada, hito histórico en el que, como en el caso del descubrimiento de América, hay ignaros que nada encuentran que celebrar, juraron los Reyes Católicos los Privilegios de la ciudad de Chinchilla el 6 de agosto de 1488, sobre la cruz de cristal que aún se conserva, dándole los títulos de Noble y Muy Leal en agradecimiento por haber apostado por Isabel en lugar de haberlo hecho por la Bertraneja, que en las carreras de caballos, las quinielas y las guerras dinásticas hay que saber aquilatar dónde pone uno las equis, que luego todo son quejas y lamentos. Lo que no sé es qué hay que hacer para que a una ciudad le endosen el título de Impertérrita, como a Cuenca. Me tengo que enterar. 

Chinchilla de Montearagón en Albacete

   En estos descampados de la antigua Espartaria, también teníamos privilegios y fueros, afortunadamente suprimidos, que no es cuestión de estar regidos hoy por ordenanzas medievales que algunos, sin conocerlas, echan de menos. Como los dioses cuando quieren castigarnos escuchan nuestras plegarias, habría que sustituir en territorios levantiscos las leyes actuales por los fueros viejos, que se iban a enterar algunos enterados. Me refiero a esos territorios que se autoproclaman históricos, engallándose encaramados a lomos de una historia de la que presumen sin conocer. En casos extremos, resulta desconcertante que quien dice estar orgulloso de su historia haga tanto por deformarla e inventarse otra más romántica.

   Como ya llevo un folio escrito y aún no he salido de Albacete, voy a ir aligerando y a meterme en la Vía Augusta incorporándome al tramo que va de Libisosa a Saltici, pues además del tomtóm llevo en la guantera el Itinerario de Antonino Augusto Caracalla del siglo III de las vías del imperio romano, en edición de la época de Diocleciano, algo menos actualizado que la guía Campsa pero infinitamente más interesante. De todas formas Saavedra ya llama a esta milenaria calzada "Itinerario de Antonino A-31" en su clasificación de las vías romanas, igual que el ministerio de Obras Públicas rotula hoy la Autovía de Levante, con lo que no hay confusión. La carretera hacia Valencia, Castellón, Tarragona, Barcelona, Ampurias y de allí a Francia, como tantas otras, se hizo asfaltando la antigua calzada romana, que debajo debe de seguir, llamada Augusta en nuestro caso, y antes Camino de Aníbal. De hecho en Zaragoza, Tarragona y Barcelona hay calles que se siguen llamando así, y he pasado por ellas estos días, aunque ahora los miliarios sean de chapa y digan carrer en lugar de Vía.

    Pasamos de largo por Valencia y Castellón, lo que siempre es una pena aunque las visitemos más a menudo, para adentrarnos en la provincia de Tarragona, rumbo a la Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco, capital de la Hispania Citerior o Tarraconensis en una época en la que la península era ya mirada desde fuera como una unidad, aunque dedicada a reñir unas tribus con otras, como ahora, que cada régulo, también como ahora, no renunciaba a tener un territorio y unos incautos que esquilmar. La historia enseña a los buenos alumnos, a los que quieren aprender de ella, que esa división fue la ruina de los iberos, lo que facilitó y permitió la conquista romana, que aún así les costó dos siglos. La Galia unos meses, aunque es cierto que aquí estaban los cartagineses por medio. Otra lección es que las cosas siempre pudieron ser peor, pues si no hubieran ganado las guerras púnicas los romanos, en gran parte dirimidas aquí, hoy seríamos tunecinos. O fenicios del Líbano, y nuestras lenguas nacidas del latín serían otras, posiblemente derivadas del cananeo. O directamente el árabe, que hablando del pasado hacer preteribles es siempre arriesgado.

    Aunque con prisas por llegar a la Costa Brava de Gerona, partimos ese trayecto en tres etapas para visitar en la primera Tarragona, donde viví de pequeño y por donde he pasado prácticamente de largo en otras ocasiones. Como docenas de otros lugares de la ruta, merece más tiempo, pues hay mucho que ver, especialmente si a uno le gusta la historia y las piedras antiguas, que muchas debieron poner cuando tantas quedan a pesar de nuestro secular afán por arramblar con ellas. En lo tocante a piedras y murallas, Tarragona es apabullante, pues cuando sus murallas se adjetivan como ciclópeas en guías y escritos no se trata de una exageración. La base de estos murallones, por la forma irregular y el tamaño de sus pedruscos, me hace difícil creer que sean romanas, pues solían ser más cuidadosos y esmerados en sus construcciones. O son iberas o las construyeron romanos con tantas prisas como fuerza. En todo caso son impresionantes. Seis metros de grosor que se aprecia en las poternas que se conservan, verdaderos dólmenes incrustados en la muralla, base de edificaciones posteriores que han tenido el buen criterio de conservar y dejar a la vista esos muros gigantescos. El conjunto resulta desconcertante, un dolmen megalítico con un par de balcones al lado, sillares del tamaño de un opel corsa que sustentan a otros menores, más regulares y mejor tallados, rebajados en sus juntas, que parecen labor de incas. El resultado me parece una maravilla única. Para recorrer estas murallas haría falta un día entero. A mi ritmo, dos.


  En Tarragona, igual que ocurría en Barcelona hasta las olimpiadas del '92 y en la actualidad en algunos pueblos costeros, el mar ha sido más camino, despensa o peligro que lugar de calma y recreo. El tren, encajado en un hondo foso, con puentes, muros y barreras, separa de las olas a una ciudad que da la espalda al mar, tapando y dificultando en parte el acceso a la inmensa Arrabassada, playa en la que me bañaba de niño, como hacía en Sitges, Salou o Cambrils, lugares más marineros. El puerto de Tarragona es uno de los más importantes de España, tanto en lo referido a la pesca como al transporte de productos petroquímicos, base de la industria y prosperidad local. Todo tiene un precio, que a veces es muy alto.

   El anfiteatro romano también está al lado de la playa, para así poder introducir por mar directamente los leones y otras fieras que traían traspelladas desde el norte de África para comerse a los pobres desgraciados que les ponían a la mesa en ese plato de arena con gradas. En la parte antigua hay muchos monumentos que admirar, entre callejas estrechas y retorcidas de esta dos veces milenaria población fortificada, situada como siempre en alto, que el poco aprecio a los llanos y las playas nace del ancestral terror a quienes encaramados en las olas venían a saquear, matar o llevarse cautivos a quienes pudieran vender en su tierra. Esos miedos de miles de años explican la configuración de los pueblos y una cierta aversión al mar.

   Siguiendo la ruta prevista, nos desviamos hasta Vilobí del Penedés, pueblecito ahora bastante crecido a donde me desterraron en 1979. Me hago una foto en el cartel indicador a la entrada del lugar y continúo mi camino. No olvido, aunque ya sin rencor, que lo que por gusto he recorrido hasta aquí hoy, entonces lo hacía al revés cada viernes obligado, regresando el domingo a mi escuela catalana maldiciendo en arameo durante casi todo el trayecto, dejando a mi novia en Alicante y a mi familia y amigos en Albacete. En esta ocasión, 37 años más tarde, mi novia me acompaña en el viaje y ahora nos reímos más que entonces. Recuerdo que en la carretera que seguía la ruta hacia Albacete por Requena, que aún no era autovía, se pasaba sobre un puente que separaba el reino de Valencia de la provincia de Albacete. En él había una pintada en la que una flecha indicaba que el viajero se adentraba en "Bastetania". Esa amistosa ironía de buenos vecinos era replicada  por otra que, señalando la dirección contraria, informaba en pareado de rima libre : "Con castillos y doncellas, sois más tontos que el copón". Siempre nos hemos llevado bien con Valencia.

   Como era ya de noche y había que llegar a Castelldefels, a un hotelito con terraza que habíamos reservado, tomamos la vía más corta, aunque más retorcida. Decía mi padre, recordando cuando vivíamos por allí, que había oído decir que la carretera de las cuestas del Garraf había sido construída por un ingeniero loco. Puede ser, a pesar de que ahora es más ancha, aunque no mucho. Una interminable sucesión de curvas cerradas serpenteando al borde de acantilados que caen a pico sobre el mar desde una altura mucho mayor de la que hace falta para matarse, recorrida a toda leche intentando que no te coma el de atrás sin incrustarte en el de delante, esquivando a los que en dirección contraria apuran las marchas con iguales propósitos, que parecíamos todos locos derrapando y casi rozando ese murillo de piedra que bordea la carretera en la parte de fuera, la del barranco, que ahora nos toca, sueño para moteros y que a mí me parece un videojuego terrorífico. Con los pelos de punta, soguetilla enhiesta, conseguimos llegar a Castelldefels con bien.

   Para terminar la narración de esta etapa no quisiera dejar de recoger cómo un empleado de la gasolinera en la que en Castelldefels paramos a respostar, viendo que yo no podía ver, tapado por los camiones estacionados, si había algún hueco para asomar los bigotes y acceder a la carretera, dejó el surtidor, salió al arcén y me fue indicando cuándo podía intentarlo, casi parando el tráfico jugándose el tipo. Por ahora no hemos encontrado más que amabilidad y buena gente, como cabía esperar.




sábado, 30 de mayo de 2015

EPÍSTOLAS GERMÁNICAS. 3ª Jornada: Frankfurt




JORNADA TERCERA

Queridos hermanos:

Mucho madrugamos el 17 de abril, día de san Inocencio de Tortona, san Pantagato de Vienne y de la beata Clara Gambacorti. No más que los tiernos infantes que a las siete y cuarto de la madrugada ya se dirigían al colegio con mirada perdida, pesada mochila a la espalda y dejándose llevar por una cuesta abajo enorme que, si no despiertan a tiempo para corregir rumbo, les arrojará de cabeza al río. Cuando nuestros retoños se levanten, estos alemanillos ya habrán aprendido a integrar derivadas y a derivar integrales. Y eso a la larga se nota. No me dio tiempo a preguntarles si sus maestros les atosigan con esa hora de deberes con que aquí se les abruma con crueldad secular. Ya les comprarán de grandes nuestras crías los bemeuves y los mercedes a estos alemanuelos tan madrugadores. El caso es que, por ahora, sean felices y crezcan sin traumas ni soliviantos.

Podemos decir que la del alba sería cuando iniciamos la jornada, como Alonso Quijano, para llegar a Frankfurt antes de que se acabaran las salchichas, que su feria de Música, una de las mayores del mundo, atrae a mucho músico, que para eso la hacen. Y los músicos ya se sabe que somos como la langosta. Con los intensos debates geográficos de costumbre, llegamos a Frankfurt, directamente a un edificio con varios pisos de aparcamientos cercano a la sede de la Musikmesse. De allí, con la entrada ya reservada y pagada te llevan en autobús al recinto de la feria y al volver te cobran 12 euros por el aparcamiento y esos traslados. Nuestros esfuerzos lingüísticos hasta entender tal asalto, tras arduas probaturas en varios idiomas, se vieron mitigados al decirnos la de la taquilla que era cubana. No así nuestro rubor. 

La feria ocupaba varios enormes edificios, tan alejados entre yes como para justificar que muchos microbuses circularan constantemente para llevarte de uno a otro. Eso entraba en los 12 euros por coche aparcado. Para cuatro semovientes acabó resultando rentable. Por fin, entramos en la feria por donde las baterías. Una barbaridad. Más platos que una degustación en el Bulli. ¡Qué de bombos, timbales, cajas y gangarros! Eso sí, varios cientos de bateristas sueltos descargando sus iras contra tantos instrumentos puestos a su alcance también es algo digno de verse, que no de escucharse. Los guitarristas tomaban cumplida venganza en su sección, ejecutando de forma simultánea sentidos solos en guitarras enchufadas a pedales multiefectos, mostrando su predilección por los sonidos distorsionados y estridentes, poniendo a prueba de paso la potencia pico anunciada en los amplis. La pieza era completada por los bajistas, que no quedaban atrás. En conjunto salía una balada muy romántica. Más que una balada, un balamío.

De forma que decido salir a la calle a tomar un café de a 2,70 euros y contemplar al personal. Cuando desde dentro me dirijo hacia las mesas del exterior, café en mano, descubro lo que me parece un ataque generalizado de amor propio, de autoestima, pues contemplo admirado que gran parte de los apresurados caminantes andan abrazados a sí mismos. Algunos músicos de viento se abrazan a si bemol. Los bajos a fa. En realidad, compruebo que hace un frío que pela mientras me siento en una mesa al aire libre, enciendo un cigarrillo, me caliento las manos con el medio litro de café y me levanto las solapas de la chaqueta. 

Cuando tú te mueves a la velocidad del común siempre estás rodeado de los pocos que te siguen el paso y no ves al conjunto, algo que no ocurre hasta que te detienes. Un palo arrastrado por el río cree que ve más mundo que una piedra que descuella inmóvil entre las aguas que la rebasan. Al final del viaje el palo dirá que ha visto muchas cosas alrededor, pero quien de verdad ha conocido todo lo que arrastra la corriente es la piedra. A los cojos nos pasa igual. Para ver paisajes hay que moverse; para observar a la gente hay que parar. 

Observo pues. Y medito. Hace falta tener cuajo y estar uno pagado de sí mismo para ir a un aquelarre de miles de músicos intentando causar sensación a base de pelos o alardes indumentarios. Hay quien consigue destacar, lo que es para nota, aunque no le arriendo las ganancias. Los chinos modosos, urgentes y a lo suyo. Los japoneses haciendo fotos que se conoce que aún les faltan algunas por hacer. Los que vienen a la feria a vender son los únicos que chocan pues van con traje, corbata y peinados. Pero por mucha camiseta de albañil que lleves a pesar del frío que hace para lucir las pesadillas tatuadas, por luengas y enmarañadas que luzcan tus rastas, incluso cimentando un peinado con un tupé monumental que no hubiera desentonado en los salones del París del siglo XVIII, por más que hayas apuñalado con saña los Lewis o recurrido al baúl del tatarabuelo y comparezcas vestido de cuáquero, la solemne presencia de un sij con su turbante azul y su puñalito, te desarma. Y vi varios. Al puñalito no lo vi. 

De todas formas es difícil acertar. Tostado por el inesperado sol del día anterior tomado en las calles y durante el crucerillo por el Mosela que soporté vestido como para acompañar a Amundsen al Polo Norte, me presenté aquí menos abrigado de lo que hubiera sido menester. Y el día era desapacible. Pero en estas tierras nuestras referencias no sirven. Eso de que cuando el grajo vuela bajo hace un frío de carajo parece ser que funciona en La Mancha y lo de las gaviotas en Benidorm. Además no vi grajos en Frankfurt y gaviotas, menos.

Aprovecho para hacer un dibujo de lo que se ve no sin antes ir por más café. Otros 2,70 euros en una cafetería que debe estar regentada por la ubicua multinacional “Sucesores de José María el Tempranillo, Comunidad de Bienes”. Un café de a palmo, pues suplen con tal generosidad su horripilancia. Al menos te ofrecen sin tasa leche evaporada que lo hace bebible. Ya hablaremos del café.

De nuevo dentro, asistimos a una demo de un pedal de órgano en el que estábamos interesados. No tuvimos problemas de idioma en este caso, tal vez gracias a que el demostrador hablaba perfectamente en español. La verdad es que en este foro el inglés se revela útil pues casi todo el mundo lo habla y entiende. Incluso para no partirse, al entrar, los belfos contra la puerta donde se indica ‘pull’, pues no se abre hacia fuera, como debería ser. Visita al stand de Gibson a pasar envidia al ver y escuchar al Twanguero, guitarrista valenciano que ya conocíamos y que volveríamos a ver en Albacete a nuestro regreso. Otra vez a pasar envidia.

Para mitigar nuestra sed consumista despertada por tanta maravilla, Paco y yo nos compramos sendas púas de cuerno de búfalo o vaya usted a saber de qué. Yo tengo el día especialmente derrochador y adquiero otra de madera de árbol. Pascual un par de baquetas.

A la hora de comer ya no podemos escapar de las salchichas. Viéndonos rodeados, no habiendo gran cosa más para elegir, terminamos por rendirnos y probarlas. No una, dos. Algo francamente insulso y con escasa enjundia, carísimo y mal presentado. Venir a Frankfurt para comerse tal cosa hace juego con desplazarse desde Albacete hasta esta feria, 1.831,6 kilómetros, para comprar dos púas. Ya hablaremos más delante de las salchichas, una vez probadas más variedades.

Viendo perdido el partido, pues para probar instrumentos, mejor resulta una tienda pequeña que una feria grande, procuramos salir un poco antes de que cerraran el invento para evitar aglomeraciones, después de todo el día allí. Viaje de regreso, cansados y hambrientos, hacia Villa Tusculana. Paco hace una reconfortante sopa de verduras y luego nos liamos a puñaladas con el queso, el lomo y el jamón, yo con mi navaja de Albacete que decidió acompañarme hasta Alemania. Café, espirituoso y cigarrito en la terraza mirando pasar los barcos por el Mosela y los trenes de mercancías por las vías paralelas al río. Últimas reflexiones y descanso reparador. Mañana a Triers. O a Tréveris, según  nos dé.

Vale.





jueves, 21 de mayo de 2015

EPÍSTOLAS GERMÁNICAS. 2ª Jornada




    El 16 de abril de 2015, día de san Magno de las Órcadas, san Drogón y san Toribio de Liébana, entre otros preclaros santos varones y hembras de acrisolada virtud, primer día que despertamos en Germania, fue el único en que desayunamos fuera de casa. Buscando un lugar bonito con mesas en la calle, que lucía un buen sol, dimos con la estación de tren, céntrica, hermosa y acogedora. Por antigua, lejos de los habituales espacios inmensos llenos de aceros inoxidables y luces frías. En una mezcla de todos los idiomas Pascual nos demuestra que con el dominio de unas cuantas frases y palabras de alemán, inglés, italiano, francés y español sobra ciencia para conseguir que nos saquen a la calle unos cafés con leche y panecillos con mantequilla y mermelada, ya generosamente aplicadas sobre unas tostadas sin tostar. Hacer tan buen pan es un signo de civilización, o mejor dicho de que un supuesto avance de la misma no ha hecho olvidar ese arte antiguo de amasar y hornear en condiciones, mal que padecemos en España. 
   Repuestas las fuerzas vamos para el centro, cerca del puente principal sobre el Mosela y los embarcaderos de los barcos turísticos, disfrutando de las vistas al castillo y del inusual skyline de tejados agudos, fachadas con vigas, iglesias y bares. Me detengo en un rincón que ofrece un panorama que merece ser dibujado y tomo asiento en la terraza de un bar que vende una cerveza que merece ser bebida. Estoy al lado de la Elder Gate, una de las tres puertas de la ciudad medieval que en 1689 atravesó la soldadesca de Luis XIV con fines menos pacíficos que los míos. De paso hundieron el castillo, pues los ejércitos franceses tenían tal delicada costumbre y solían perpetrar esas finezas y otras peores cuando conquistaban una ciudad. Estas son tierras fronterizas acostumbradas a ser invadidas por sus vecinos. Incluso España las ocupó desde Luxemburgo, cuando los Países Bajos eran españoles o cuando España era flamenca, que ambas interpretaciones podrían sostenerse. Formó parte de Francia durante mucho tiempo.
 
   Siguiendo el recorrido por Cochen, lugar turístico visitado, según veo, principalmente por alemanes, tropezamos con grupos de jubilados a los que han sacado para que se oreen, capitaneados por guías que portan un estandarte como los lictores romanos llevaban las fasces y las hachas, sin la leyenda SPQR, pero con mastilillo coronado por colorido cartel para que no se les disperse la renqueante centuria. De paso veo un cojo, algo que me consuela, comprobando que allí también los hay a pesar de vivir en tan desarrollado país. Aunque más ágiles e inquietos, pero no menos modosos y disciplinados, también bullen grupos de escolares a los que sus intrépidos maestros llevan de excursión para contarles la historia del lugar, mostrarles hasta donde llegó el agua del Mosela el 23 de diciembre de 1993, día de san Frideberto, (varios metros sobre nuestras cabezas),  pasearlos por esas calles y rincones de arquitectura castiza, parar para que compren un imán de nevera y un chambi y visitar el castillo antes de darles un paseo por el río en esos inmensos barcos desparramados y perezosos. Me solidarizo con los atrevidos docentes, rogando mentalmente por que no se les pierda ningún discípulo y puedan devolverlos todos a sus padres, para su desesperación.
 
    Llevamos menos de un día expatriados y las hambres se nos desatan anticipadamente, lo que muestra que nuestros biorritmos se adaptan rápidamente al nuevo ecosistema. Como para salchichas tiempo habrá que, aunque por ahora no tienen patas, imposible resulta escapar de ellas en estas tierras, optamos por un restaurante italiano, que por aquí abundan. Lo elegimos atraídos por el sol que caía sobre su terraza, elevado mirador sobre el río, el puente y las calles. El camarero, que es alemán, desconoce el español, ignora el  inglés y no entiende el italiano en que está escrito el menú que nos ofrece, por lo que hay que recurrir de nuevo a la lingua franca de Pascual y a los signos digitales, no con ceros y unos, sino señalando en el menú con el índice. Logramos hacemos traer unas cervezas y unos espaguetis bastante bien cocinados de los que Paco y yo conseguimos comer casi la mitad, igual que Segis que no pudo con su pizza, pues generosos en las dosis hay que reconocer que son estos teutones. Pascual en su línea. Como un náufrago. Si tuviera alas no desentonaría entre una bandada de buitres en el desierto de Arizona. El café muy bueno, cosa rara según tendré ocasión de comprobar. El precio nuevamente sorpresivo por razonable. Si a nosotros no nos parece caro, más siendo un restaurante céntrico en un lugar turístico, para los sueldos alemanes debe de resultar en verdad económico.
 
    Visita a la oficina de información turística con el resultado final de acabar informándoles nosotros a ellos de que había un evento musical que ellos mismos desconocían y sobre el que queríamos recabar más detalles. Al salir vimos colgando del puente un enorme cartelón que lo anunciaba a escasos metros de la mentada oficina, quedando así disipadas nuestras dudas. En todos sitios cuecen habas.
 -o-o-o-o-
    De nuevo en la orilla del Mosela, que como el Júcar, el Segura o el Cabriel, es un río, pues el idioma es así de juguetón y llama de igual forma a cosas muy diferentes. A veces procede al revés. Eso hace posible la literatura. Nos encaramamos a un barco no menos descomunal que en pocos ríos españoles se podría enhebrar pero que allí puede dar la vuelta y sobra río para varios portaaviones. Enorme. De agua andan sobrados, concluyo. Subimos a la terraza del barco de cubierta y dos pisos, no sin grandes esfuerzos por mis partes, y nos sentamos a ver el paisaje desfilar a babor y a estribor, que maravilla es que sea el paisaje el que se mueva, no nuestro renqueante organismo. Una sucesión de postales. Casas con tejados afilados, labor de sacapuntas, como flechas apuntando al cielo, fachadas de colores con sus vigas vistas, que de lejos semejan radiografías arquitectónicas, castillo, iglesias, montañas, árboles y enormes taludes forrados de unas cepas que se retuercen agarrándose a las pizarras del suelo como buenamente pueden para no despeñarse desde sus majuelos casi verticales. Como gran parte de su vitalidad se empleará en sujetarse, supongo que no les quedarán demasiadas fuerzas para dar muchas uvas. Las nuestras, mejor acomodadas en los llanos, agradecen tal confort con más abundancia, grado y dulzor. Pero Alá es el más sabio.
 
   En nuestro imaginario lingüístico, en alemán las más de las palabras terminan en ‘en’, con perdón de la redundancia. Menos pensión, que se escribe igual, aunque sin tilde. En realidad me entero de que solo ocurre así con los infinitivos usados como sustantivo (el viajar: das reisen, el aprender: das lernen), los diminutivos (das vogelchen o mädchen, el pajarito o las jovencitas, respectivamente). En general, con los vocablos considerados neutros como el artículo usado indica. Pero es igual, para un español guitarra debe ser ‘guitarré’ en francés, ‘guitarri’ en italiano y ‘guitarren’ en alemán, macarrónicamente hablando. Por supuesto, en ruso, sabido es que se dice ‘guitarrof’. Tal vez ellos lo ignoren, pero así es. Viene esta erudita disgresión al caso porque resulta que al decir Cochen, ciudad en donde estamos, la h aspirada hace que al oído suene ‘Cojen’. Por eso me siento aquí como en casa. Mi garrota también, según me cuenta. Gracias a esa miserable condición siempre pudimos dejar el coche en sitios cercanos sin llenar de euros los parquímetros. Como Brian, always look on the bright side of life, siempre que el dolor de piernas o de lomos nos permita levantar la vista del suelo.
 -o-o-o-o-
   Antes de retirarnos a nuestras habitaciones en Villa Tusculana, pasamos por un supermercado a llenar la nevera de viandas para complementar los embutidos y quesos que habíamos importado de España. Los tomates, lechugas, cebollas, zanahorias y demás floras y verdines que compramos supongo que también eran carpetovetónicos, de esos que Pascual les traía en su tráiler. El aceite seguro porque llevaba una bandera española, lo que revela que allí conviene ponerla. Si el aceite de oliva mostrara en España nuestra bandera en la etiqueta, medio país le haría ascos y buscaría otro de Turquía o de Grecia. O usaría aceite de American Standard Oil o de British Petroleum. Somos así de gilipollas, en términos científicos. Los espirituosos, de donde se acostumbra y la cerveza alemana. También compramos pan y unos huevos fritos, aunque allí también los venden crudos aún. Por el camino nos freíamos encima.
    Cena en amor y compaña, café cortado con leche evaporada que lo hace cremoso que amorosamente prepara Pascual, copa en la terraza echando un cigarrito, que dentro no se fuma y ascenso final a una habitación de cama inmensa, excesiva para uno solo pues realza las ausencias, cuidado extremo con un techo abuhardillado donde más de uno se habrá despuntado las astas, mirada por la ventana al Mosela, aprovechamiento último de los güifis para contactar con la familia, despedida y cierre hasta mañana, que toca ir a Frankfurt a pasar envidia en la feria de música.

   Vale.

martes, 31 de marzo de 2015

Por Murcia, Almería y Cazorla

  Uno de los motivos principales de los viajes, dejando aparte otros aspectos estéticos, culturales o gastronómicos, —incluso geológicos como en este caso—, es hacer apuntes y tomar fotos para tener temas que pintar en casa. Como estas dos primeras acuarelas de la entrada. La primera de la sierra de Cazorla, aún con nieve en estas fechas, y la que se muestra a continuación, de Águilas, en Murcia. La playa del Hornillo, al frente la isla del Fraíle, el muro y los árboles tapando por la izquierda el final del descargadero contruido por la Great Southern of Spain Railway Company Limited para llevar por gravedad el mineral de la sierra de la Almagrera en vagonetas directamente a los barcos. Una vez abandonada la explotación, parte de sus instalaciones se dedicaron a criar lubinas y doradas, que tampoco está mal, hasta los 90 en que trasladaron mar adentro el negocio, supongo que para evitar que se las comieran los turistas, que ya iban abundando.
   Como la Historia es la guinda que corona esta tarta compuesta por paisaje, arquitectura, pescado frito, verduritas y volcanes antiguos, me ilustro acerca de la historia de Águilas. El tiempo permite incluso tomarse con buen humor la sucesión de desgracias y catacumbres que soportó esta ciudad desde que el conde de Floridablanca encargó a su cuñado la tarea de repoblarla. Revienta un pantano y se lleva por delante a gran parte de la población, le sigue un terremoto más que mediano, la atacan y saquean los franceses en la invasión napoleónica, luego los carlistas toman ejemplo. Las fuerzas cantonales de Cartagena, cuando se autoproclama cantón independiente, atraída igualmente por las riquezas de la minería de la plata, hierro y plomo, que una y otra vez rellenaban las arcas del municipio, toman dos veces la ciudad, la asedian desde el mar, amenazando borbardearla con la artillería del acorazado Numancia y la fragata Fernando 'El Católico' si no daban dinero para la causa. Y les volvieron a vaciar las arcas. Si bien las causas propias son consideradas siempre razonables y tenidas si no por legítimas al menos por muy convenientes, el discernir entre el dinero propio y el ajeno suele ser harina de otro costal. La libertad siempre tiene un precio. Y normalmente se busca que ese precio lo paguen otros. Como están muy cerca y en España no somos rencorosos, seguro que el águila de Roma y los cartagineses ya habrán hecho las paces.
   La historia geológica de la zona también es muy agitada. Por todos sitios encontramos el rastro de antiguas erupciones volcánicas, calderetas, domos, coladas de lava que parecen reción vomitadas por la tierra, llenas de color, formas retorcidas y texturas. Millones de años después ya se pueden mirar con ojos de pintor los escombros que sobresalen de tales estropicios, pues la mayor parte de la zona volcánica está hoy sumergida entre la costa de Murcia y Almería, por una parte, y la costa africana por otra. En Alborán asoman la gaita algunos de estos picos. Incluso nos deja la naturaleza precortados los adoquines hexagonales en esas columnas basálticas que se fabrican entre erupciones y catacumbres. Cuando nos tomamos plácidamente una cervecita fresca frente a la Isleta del Moro, estamos sentados ante los picos de una caldereta volcánica casi circular de 5 km. de diámetro, hasta la playa de San José. Hace 15 millones de años ni había allí cerveza ni tranquilidad. Meditando en estas cosas se disfruta más de la cerveza y de las vistas, preguntándose uno cómo se las habrán arreglado para colocar un arrecife de coral encima de aquel cerro de allá.
  Ponemos la base en Pulpí, en San Juan del los Terreros, en un hotel en la orilla de la playa, frontero a un par de isletas oscuras que desentonan con el color de la zona, ya que que nacieron a 25 kilómetros de allí, en el complejo volcánico de Cabo de Gata, y van viajando hacia el norte encaramadas en la falla de Palomares, de triste recordación. ¡Mira que tirarnos un par de bombas atómicas nuestros amadísimos amigos de USA! Menos mal que fue sin querer y que no llegaron a explotar, que con estas fallas no se juega. Ni con las de Valencia. Foto al amanecer desde la terraza de la habitación del hotel.
     A media tarde daba gloria estar en el chiringuito del hotel dibujando las vistas, sin por ello olvidar la conveniente hidratación del organismo.
   Por la mañana temprano, con un café largo y más calma, ampliamos el foco y sacamos el hotel en este cuaderno más apaisado de Arches. El otro cuaderno es de Paper Blanks. Las acuarelas de Rembrandt y Daniel Smith en esa antigua cajita inglesa de pastillas para la tos.
   En Águilas estuvimos varias veces. Después de comer, tomando un café a la sombra de este enorme ejemplar de ficus elástica de los dos que hay en la plaza del Ayuntamiento. Majestuosos. Sólo cupo un poco de la parte baja del tronco, que para sacarlo entero había que irse cien metros para atrás y pintarlo de pie y sin café. Cero votos la moción.

   Aquí se ve un apunte de esa playa que en casa se pasó a acuarela, contando también con una foto para refrescar la memoria. Estilográfica y pincel de agua.
    En este otro apunte se ve algo el color y textura de los acantilados que hay a lo largo del recorrido de cala en cala por un camino al que hay que echar valor y buenos amortiguadores.
 
    Este apunte se quedó así, sin añadir las sombras, el barquito, las gaviotas y los detalles. En caso de querer terminarlo, mejor con una nueva acuarela, mayor y con más calma. Este queda así.

   La vuelta podía ser por Nerpio o por la sierra de Cazorla. En Santiago de la Espada, después de muchos kilómetros por una carretera encantadora para los que disfrutamos con las curvas, espeluznante para los que no, decidimos volver por Cazorla. De todas formas había que entrar en Albacete por el sur, desde la provincia de Granada y por Pedro Andrés y Nerpio ya hemos pasado muchas veces, aunque ya hace tiempo. Más de 200 km., tres cuartas partes por montañas y bosques y ya llevávamos varios miles de curvas ese día.
   Muchas montañas tenían aún bastante nieve; incluso a la orilla de la carretera quedaban montones de nieve helada en la parte de la umbría. Hicimos fotos para cien acuarelas como la inicial, nos paramos en algunos miradores y cortamos unas ramitas de romero en flor para ponerlo en una botella llena de aceite. Zumo de paisaje. De la maniobra marcha atrás en una curva muy cerrada por la que no cabíamos a la vez el camión que venía y yo, —bueno, yo sí, pero mi coche no—, reculando en busca de algo de espacio al borde de un despeñadero bastante apañado, mejor no hablar. En Santiago de la Espada, siendo un día bastante desapacible, nos aplicamos unos huevos fritos con unos chorizos de la huerta que, por su enjundia, debían de ser de ciervo o jabalí. Eso reconforta mucho el espíritu.
   No diré que nos hartamos de ver olivos, que de eso no se cansa uno nunca, pero hay que ver cuánto olivo que hay por esos cerros. Varias provincias llenas, aprovechando hasta las montañas que un esfuerzo secular ha hecho cultivables, tan alineados como para un desfile militar. Una gozada anunciadora de otros placeres que se pueden envasar en garrafas de cinco litros. 
   Apunte con rotulador desmochado y agonizante, que en esta casa no se tira nada. Al verlo parece que está uno mareado y no es que la foto esté desenfocada, no, es el trazo de ese rotulador pincel de tinta china. Luego una acuarelilla sobre el mismo tema, con unos almendros en flor que aún quedaban por esas alturas.