Indudablemente, cuando Dios distribuía sus dones a las naciones de la Tierra, nuestros pintores, escritores y demás artistas estaban entre los primeros de la fila. Políticos y administradores debieron llegar bastante más tarde a tales repartos. No es raro, pues, que en España hayan convivido los más excelsos genios de estos nobles oficios —y me refiero a los artísticos— con algunos de los más incompetentes y rapaces gobernantes que ha dado nuestra especie. Así ocurrió en el siglo de Oro, en el XIX, en el XX y sucede en nuestros días.
Parece normal entre nosotros que ruinas y penurias sean abono que fertiliza y estimula el crecimiento de los frutos que estos elegidos, con tan pocos medios como pluma y papel, o unos pocos pinceles y pigmentos, cultivan y cosechan para alivio espiritual de sus sufridos coetáneos. Noble, impagable —e impagada— misión la suya, regalarnos tanta felicidad y disfrute, y siempre a contrapelo.
Nacido en Costur, Castellón, y afincado en Barcelona, Laurentino Martí es uno de esos pintores que honran nuestra gloriosa tradición pictórica, de igual forma que se suma a la larga nómina de médicos que han destacado en las artes en nuestro país. Aunque en esta entrada vamos a admirar muchas de sus obras, seleccionadas con grandes trabajos de entre la generosa muestra que nos regala en su página, son muchas más las que con iguales méritos han quedado fuera. Es necesario, por tanto, visitar ese paraíso donde crecen sus flores, vuelan sus pájaros y suena la música de los instrumentos que pinta en sus acuarelas maravillosas.
Es hoy un día de fiesta para mi blog pues, al fin, ha llegado el momento de mostrar parte de las obras de un pintor al que admiro más que a ningún otro del momento actual. No tengo ninguna duda de que, como siempre ha ocurrido, cuando los torrentes que hoy bajan tumultuosos alcancen la serenidad del llano en que sus aguas se posen, se clarifiquen y vuelvan transparentes, habrán abandonado en su recorrido algunos pesados riscos y pedruscos que ahora arrastran. El buen gusto y criterio que la humanidad ha demostrado para olvidar lo que no merecia ser recordado, hará un hueco a las acuarelas de Laurentino.
La luz mediterránea del levante donde nació y donde vive, pasa a formar parte esencial de sus obras. Su temática es tan amplia como sus intereses y aficiones. Aparecen en sus acuarelas partituras e instrumentos músicales, libros, blancas paredes, flores que rinden su color ante esa luz cegadora que él sabe recoger como nadie. Las cerámicas de su tierra, su mar, sus montañas y pueblos blancos, sus templos y calles, las gentes que las recorren, las palmeras cuyos males le inquietan... Todo ello aparece en sus pinturas, de una forma poética, vital, risueña, que a veces nos lleva a rincones en los que quien los mira desearía entrar para no salir. Descansar en sus bancos mirando al Mediterráneo, entre flores, mientras la brisa agita esas telas delicadas, protegidos del sol por las sombras violáceas de Laurentino.
Hablar de Laurentino es hablar de luz, de delicadeza, de sombras luminosas y transparentes, de riqueza en los matices... Es decir, de todo lo que es deseable en una acuarela. Es frecuente que, cuando muestras una de sus obras a alguien, te nombre a Sorolla, levantino también. No es mala compañía. Quien comenta una acuarela de Laurentino no pasa nunca por alto hablar de sus blancos, es decir de lo único que había en el papel antes de que él iniciara su obra. Pero sus blancos vivían en el papel tal como el David se escondía en el bloque de mármol de Bernini. Hay quien dice que el dejar amplias zonas sin pintar, permitir ver el blanco inmaculado del papel, es algo característico de Laurentino Martí. Es cierto, pero no como un elemento ajeno a la obra, espacio neutro que enmarca y da aire a un dibujo o a una delicada pintura oriental. Sus blancos son parte principal de su paleta, aunque no como pigmento. Como músico que es, valora igual las notas que los silencios, cuida los intervalos, modula las transiciones desde las sombras más intensas hasta sus blancos, haciéndolos suaves y naturales. Sin los tonos violáceos, ocres y amarillos con que rodea mágicamente las luces, el blanco del papel aparecería crudo, agresivo. Allí es donde, a mi modesto entender, muestra Laurentino su dominio inigualable del color.
No suele haber transiciones muy bruscas, cortantes, en las acuarelas de Laurentino, salvo en las intersecciones de los planos, tales como en muros y paredes o en las zonas más iluminadas puestas contra un fondo oscuro. No en los fondos o en los elementos no directamente iluminados. Los contornos parece entonces que se curvan, se suavizan, ganan forma y volumen difuminados por un sfumato de tonos sutiles que, limando las aristas, dan paso al blanco, que así resulta lógico y real. Luego aparecen sus pinceladas chispeantes, rápidas, sueltas, precisas, vivas, mostrando toda la energía del gesto y del color.
Me he permitido la licencia de robar el color a esta obra de Laurentino, que es la prueba del algodón aplicada a las valoraciones tonales. No todas las pinturas la soportan. En realidad, muy pocas lo hacen. Las acuarelas de Laurentino Martí nos deslumbran por su luminosidad, su colorido, por la transparencia y riqueza de sus colores y matices. También nos reconforta lo sólido y estable de sus composiciones, basadas en un dibujo tan perfecto como poco explícito. Percibimos el equilibrio que aporta la sabiduría con que dispone los elementos en el encuadre, sus diagonales y planos diferenciados, sus efectos de iluminación, sus contrastes, con frecuentes contraluces que justifican sus blancos y sus claroscuros...
El volumen que da cuerpo y realidad a todo ello, realidad a veces más sugerida que presente en el cuadro, viene soportado por un dominio total de las valoraciones, cosa más fácil de obtener con aguadas monocromas, o a lápiz, que con color. No pocas veces, una pintura cuyos colores y formas nos satisfacen, nos deja una sensación agridulce, de inconsistencia y de falta de relieve que no sabemos a qué atribuir, pero que percibimos.
Si examinamos la acuarela anterior y su traslado a escala de grises, sobran las palabras. Siendo algo esencial, es difícil de conseguir. Y de aprender, pues depende no tanto de la reflexión como de la intuición y el oficio.
Una sola de las acuarelas de Laurentino permitiría analizar todos los aspectos de que hemos hablado y muchos otros sobre la creación de una obra en acuarela. Veamos todas, pues este pintor genial tiene muchos registros, muchos temas y todos los resuelve de forma magistral. No entra en detalles, quedándose en un mágico nivel de sugerencia que nos hace ver todos los retorcimientos del barroco en la portada de una iglesia cuando, en realidad, percibimos detalles que nuestra mente añade a las escasas y sabias pinceladas del pintor. En "la encajera" de Vermeer, nuestro cerebro, que no nuestros ojos, seguramente ve una aguja o un alfiler que no está pintado, de igual forma que si escuchamos la segunda voz de una melodía que conocemos, nosotros la completaremos mentalmente con la voz principal. Pero para que esto ocurra hay que silbarla muy bien.
Para
cuando hayáis terminado de admirar las acuarelas de esta entrada como, sin
duda, querréis ver más, os dirijo a la página de Laurentino Martí "Llum
d'aquarel·la". Allí, organizadas por temas, podéis disfrutar de ellas.
También desde las presentaciones se os lleva a Flickr, donde verlas en un
tamaño generoso, que permite examinar los detalles de la ejecución. Que
disfrutéis.
Y gracias, Laurentino, por tu amistad y por las facilidades que me has dado
para disponer de tus obras. Una abraçada.