Como decía en la entrada anterior, después de la tempestad viene la calma. Y viceversa. Hay temporadas, normalmente breves, en las que uno se pone a leer o a hacer otras cosas o ninguna y los pinceles descansan por unos días. Luego entran las furias de una y te pones a pintar una acuarela detrás de otra. Estás haciendo una y ya estás pensando en la siguiente, esa que corrija los errores de la que estás pintando ahora. Y así sucesivamente. Siempre quieres ir a mejor, dentro de lo posible eres crítico con lo que haces. Parece que he cargado las tintas demás. La siguiente procuraré parar antes, usar colores más diluidos, hacer menos detalle... En fin, esas cosas.
Todo viene, como es natural, porque casi nunca el resultado final es mejor que alguno de los estados intermedios anteriores. Ese momento en el que debiste parar, en el que ya estaba todo dicho y, a partir de ahí, lo que añades más resta que aporta. Sobre todo transparencia y luz. La acuarela anterior es un ejemplo de lo que cuento. Podría haber ido mucho más allá, refinar el dibujo, añadir algún detalle, definir más el fondo... Lo del dibujo es un decir porque hace tiempo que no hago un dibujo previo y entro al trapo con las manchas. Tiene el problema de que las proporciones y el encuadre a veces serían mejorables, de que las formas se apartan de la idea inicial, en ese dejarte llevar por las manchas y los volúmenes, las luces y las sombras. Creo que así se gana más que se pierde, pues no es mi objetivo la fidelidad a un original, que a veces ni existe.
De varias de estas acuarelas he ido haciendo fotos de los estados intermedios. Luego haré una entrada con esos paso a paso. Valen para dos cosas, a saber: para enseñar y recordar el proceso, que mucho se aprende con ello. Segunda, ver que, llegado un punto, deberías haber parado. Rara es la vez que la crítica que me hago no es la de reprocharme no haber dejado las cosas como estaban cuando no había más que decir. Nunca lo contrario. Porque hay cosas en un árbol que se le suponen, como el valor a los soldados. Si no tiene hojas, por seco o por invernal, problema resuelto. Si las tiene, tampoco es como para pintarlas todas, como tampoco es necesario pintar, después de contarlas, las ventanas de El Escorial. ya sabemos que tiene muchas. Con sugerir algunas sobra y basta. Como con las ramas, tampoco es cosa de hacer inventario, sino de dejar algo para la imaginación.
Con los colores me ocurre igual. Incluso con las sombras más oscuras hay que procurar que queden transparentes, nunca llegar a cegar el grano del papel, de hacer una capa espesa y opaca. Si empezamos cargando las tintas, para conseguir el contraste necesario habría que usar tinta china negra en las sombras. Es cuestión de, contando con que cuando seque, todo será más claro, no empezar a lo bestia. Más vale dar otra capa, una veladura que matice y oscurezca, si procede. Aunque sin pasarse. En la acuarela cada capa que añadimos es como si apagáramos alguna luz o cerrásemos un poco la ventana. Cada brochazo quita luz y transparencia, de forma que, al menos la base, hay que procurar que salga bien y suficiente a la primera. En todo caso, dejar secar las capas es buena costumbre si queremos disfrutar de la delicadeza de las transparencias, del encanto de las veladuras, inconcebibles en húmedo. Si buscamos un determinado tono o color, mejor en la paleta que a base de capas añadidas.
Hablo menos de materiales, de pigmentos, porque llevo una larga temporada estabilizado. Siempre uso los mismos. Una paleta hecha en una caja metálica de lapiceros de color, una cuadrícula hecha con impresora 3D con 48 casillas. Una barbaridad, en principio, pero de pocos de esos colores podría prescindir. Por supuesto, usados por separado. Rara es la acuarela de las de esta entrada, y en general, en la que utilizo más de tres o cuatro pigmentos. Si elijo un verde, no hay otro en la acuarela. Si un azul, igual. Como si es un ocre. Las mezclas hacen lo demás, así, al menos tienes garantizada cierta armonía de colores por el simple expediente de que, siendo pocos y mezclados, hace falta ser muy bestia para que no haya armonía entre ellos. Utilizar muchos ya es más difícil. La trampa engañosa de los colores ya hechos, usados tal cual salen del tubo. Así uso incluso el verde esmeralda, un peligro público, cromáticamente hablando.
En casi todas estas acuarelas se ha usado el azul del lapislázuli. Muy pocas veces el cobalto. Y alguna, realzado por el esmalte (Smalt), un color de W&N algo violáceo, más delicado que el ultramar. Con el lapis, casa muy bien, son de la familia. El verde de jadeíta, el marrón quebradizo, serio y granulado del ojo de tigre tostado, el azul intenso de la sodalita o el violeta de la amtista para algunas sombras... Y el lunar black, negro de magnetita o de Marte, según marcas, que hace granular a cualquier tierra o pigmento. Al final, esos y el siena tostada o el sap green son los que acabo usando, salvo que haya que dar un toque concreto porque hay una flor, un reflejo en el agua o un matiz en el cielo al atardecer.Por último, un paisaje de las cercanías de Albacete, ahora primaveral, y más hermoso que se va a poner con las últimas lluvias. Está pintado sobre un papel casero que hizo mi hijo con hojas de periódico. Es una esponja, un secante. Si dejas el pincel quieto y bien cargado se pinta entero el cuadro, un círculo creciente cada vez más diluido muy dicícil de controlar. El papel de arroz chino es papel para delineantes a su lado. En fin, así ha quedado.