JORNADA
TERCERA
Queridos hermanos:
Mucho madrugamos el 17 de
abril, día de san Inocencio de Tortona, san Pantagato de Vienne y de la beata
Clara Gambacorti. No más que los tiernos infantes que a las siete y cuarto de
la madrugada ya se dirigían al colegio con mirada perdida, pesada mochila a la
espalda y dejándose llevar por una cuesta abajo enorme que, si no despiertan a tiempo para corregir rumbo, les arrojará de cabeza al río. Cuando nuestros
retoños se levanten, estos alemanillos ya habrán aprendido a integrar derivadas
y a derivar integrales. Y eso a la larga se nota. No me dio tiempo a
preguntarles si sus maestros les atosigan con esa hora de deberes con que aquí se
les abruma con crueldad secular. Ya les comprarán de grandes nuestras crías los
bemeuves y los mercedes a estos alemanuelos tan madrugadores. El caso es que,
por ahora, sean felices y crezcan sin traumas ni soliviantos.
Podemos decir que la del alba
sería cuando iniciamos la jornada, como Alonso Quijano, para llegar a Frankfurt
antes de que se acabaran las salchichas, que su feria de Música, una de las
mayores del mundo, atrae a mucho músico, que para eso la hacen. Y los músicos
ya se sabe que somos como la langosta. Con los intensos debates geográficos de
costumbre, llegamos a Frankfurt, directamente a un edificio con varios pisos de
aparcamientos cercano a la sede de la Musikmesse. De allí, con la entrada ya
reservada y pagada te llevan en autobús al recinto de la feria y al volver te
cobran 12 euros por el aparcamiento y esos traslados. Nuestros esfuerzos lingüísticos
hasta entender tal asalto, tras arduas probaturas en varios idiomas, se vieron
mitigados al decirnos la de la taquilla que era cubana. No así nuestro rubor.
La feria ocupaba varios
enormes edificios, tan alejados entre yes como para justificar que muchos microbuses
circularan constantemente para llevarte de uno a otro. Eso entraba en los 12
euros por coche aparcado. Para cuatro semovientes acabó resultando rentable.
Por fin, entramos en la feria por donde las baterías. Una barbaridad. Más
platos que una degustación en el Bulli. ¡Qué de bombos, timbales, cajas y
gangarros! Eso sí, varios cientos de bateristas sueltos descargando sus iras
contra tantos instrumentos puestos a su alcance también es algo digno de verse,
que no de escucharse. Los guitarristas tomaban cumplida venganza en su sección,
ejecutando de forma simultánea sentidos solos en guitarras enchufadas a pedales
multiefectos, mostrando su predilección por los sonidos distorsionados y
estridentes, poniendo a prueba de paso la potencia pico anunciada en los
amplis. La pieza era completada por los bajistas, que no quedaban atrás. En
conjunto salía una balada muy romántica. Más que una balada, un balamío.
De forma que decido salir a la calle a tomar un café de a 2,70 euros y contemplar al personal. Cuando desde dentro me dirijo hacia las mesas del exterior, café en mano, descubro lo que me parece un ataque generalizado de amor propio, de autoestima, pues contemplo admirado que gran parte de los apresurados caminantes andan abrazados a sí mismos. Algunos músicos de viento se abrazan a si bemol. Los bajos a fa. En realidad, compruebo que hace un frío que pela mientras me siento en una mesa al aire libre, enciendo un cigarrillo, me caliento las manos con el medio litro de café y me levanto las solapas de la chaqueta.
Cuando tú te mueves a la velocidad
del común siempre estás rodeado de los pocos que te siguen el paso y no ves al conjunto,
algo que no ocurre hasta que te detienes. Un palo arrastrado por el río cree
que ve más mundo que una piedra que descuella inmóvil entre las aguas que la
rebasan. Al final del viaje el palo dirá que ha visto muchas cosas alrededor,
pero quien de verdad ha conocido todo lo que arrastra la corriente es la
piedra. A los cojos nos pasa igual. Para ver paisajes hay que moverse; para observar
a la gente hay que parar.
Observo pues. Y medito. Hace
falta tener cuajo y estar uno pagado de sí mismo para ir a un aquelarre de miles de
músicos intentando causar sensación a base de pelos o alardes indumentarios.
Hay quien consigue destacar, lo que es para nota, aunque no le arriendo las
ganancias. Los chinos modosos, urgentes y a lo suyo. Los japoneses haciendo
fotos que se conoce que aún les faltan algunas por hacer. Los que vienen a la
feria a vender son los únicos que chocan pues van con traje, corbata y
peinados. Pero por mucha camiseta de albañil que lleves a pesar del frío que hace para lucir las pesadillas
tatuadas, por luengas y enmarañadas que luzcan tus rastas,
incluso cimentando un peinado con un tupé monumental que no hubiera desentonado
en los salones del París del siglo XVIII, por más que hayas apuñalado con saña
los Lewis o recurrido al baúl del tatarabuelo y comparezcas vestido de cuáquero,
la solemne presencia de un sij con su turbante azul y su puñalito, te desarma.
Y vi varios. Al puñalito no lo vi.
De todas formas es difícil
acertar. Tostado por el inesperado sol del día anterior tomado en las calles y durante
el crucerillo por el Mosela que soporté vestido como para acompañar a Amundsen al Polo Norte, me presenté aquí menos abrigado de lo que hubiera
sido menester. Y el día era desapacible. Pero en estas tierras nuestras
referencias no sirven. Eso de que cuando el grajo vuela bajo hace un frío de
carajo parece ser que funciona en La Mancha y lo de las gaviotas en Benidorm. Además
no vi grajos en Frankfurt y gaviotas, menos.
Aprovecho para hacer un dibujo de lo que se ve no sin antes ir por más café. Otros 2,70 euros en una cafetería que debe estar regentada por la ubicua multinacional “Sucesores de José María el Tempranillo, Comunidad de Bienes”. Un café de a palmo, pues suplen con tal generosidad su horripilancia. Al menos te ofrecen sin tasa leche evaporada que lo hace bebible. Ya hablaremos del café.
De nuevo dentro, asistimos a
una demo de un pedal de órgano en el que estábamos interesados. No tuvimos
problemas de idioma en este caso, tal vez gracias a que el demostrador hablaba
perfectamente en español. La verdad es que en este foro el inglés se revela
útil pues casi todo el mundo lo habla y entiende. Incluso para no partirse, al entrar, los
belfos contra la puerta donde se indica ‘pull’, pues no se abre hacia fuera,
como debería ser. Visita al stand de Gibson a pasar envidia al ver y escuchar
al Twanguero, guitarrista valenciano que ya conocíamos y que volveríamos a ver
en Albacete a nuestro regreso. Otra vez a pasar envidia.
Para mitigar nuestra sed
consumista despertada por tanta maravilla, Paco y yo nos compramos sendas púas
de cuerno de búfalo o vaya usted a saber de qué. Yo tengo el día especialmente
derrochador y adquiero otra de madera de árbol. Pascual un par de baquetas.
A la hora de comer ya no
podemos escapar de las salchichas. Viéndonos rodeados, no habiendo gran cosa
más para elegir, terminamos por rendirnos y probarlas. No una, dos. Algo
francamente insulso y con escasa enjundia, carísimo y mal presentado. Venir a Frankfurt para comerse tal
cosa hace juego con desplazarse desde Albacete hasta esta feria, 1.831,6
kilómetros, para comprar dos púas. Ya hablaremos más delante de las salchichas,
una vez probadas más variedades.
Viendo perdido el partido, pues
para probar instrumentos, mejor resulta una tienda pequeña que una feria
grande, procuramos salir un poco antes de que cerraran el invento para evitar
aglomeraciones, después de todo el día allí. Viaje de regreso, cansados y
hambrientos, hacia Villa Tusculana. Paco hace una reconfortante sopa de
verduras y luego nos liamos a puñaladas con el queso, el lomo y el jamón, yo
con mi navaja de Albacete que decidió acompañarme hasta Alemania. Café,
espirituoso y cigarrito en la terraza mirando pasar los barcos por el Mosela y
los trenes de mercancías por las vías paralelas al río. Últimas reflexiones y
descanso reparador. Mañana a Triers. O a Tréveris, según nos dé.