Organizado por Ana Grasset, nos dimos cita en El Escorial un grupo numeroso de cuadernistas, muchos ya habituales en encuentros previos, lo que suma a la belleza del lugar el placer de los reencuentros con buenos amigos. Seguramente eso es lo esencial de estos akelarres pictóricos, en los que no falta la tertulia, la gastronomía, el aprendizaje ni el afecto, cosa evidente en algunas de las fotos. ¡Cómo no te voy a querer, Joshemari!
Como este grupo de Ladrones de Cuadernos, al que se le unen muchos amigos de Cuadernos Viajeros de Elche y de otros grupos de dibujantes en cuaderno y acuarelistas, está formado por gentes variopintas y valdemoras de muchos lugares de España, es normal que no todos puedan acudir, como a mí me pasó en el de Huesca, único al que no pude asistir. Y bien que lo sentí. Pero sí estuve en los de Cuenca, Tarazona-Veruela, Elche y Sigüenza. Esperemos el siguiente, aunque aún no se ponen de acuerdo los científicos acerca del lugar más conveniente. Si no ocurre nada, en Elche, como todos los años, nos volveremos a ver. ¡Calamares, temblad!
Conseguí terminar otro cuaderno, cosa rara, pues muchos tengo a medio, con un dibujo o con dos, de todos los colores y tamaños, que más me gusta comprarlos que tiempo tengo para llenarlos. Dibujos con tintas, estilográficas y pincel de agua, a veces acuarelados, y otros con lápices o rotuladores sobre cuaderno Canson de papel negro oscuro.
Aunque hay demasiadas cosas y lugares para ver, es imposible en tan poco tiempo visitar tanta maravilla. Una que no quería dejar de disfrutar era la biblioteca del monasterio, acercar las narices a dos dedos de las Cantigas de Alfonso X el Sabio, el Libro del Ajedrez y el de la Montería, entre los miles de joyas que allí se atesoran. Una gozada. Me dio tiempo a hacer dos dibujos de esa hermosísima biblioteca, uno de ellos sentado en el sillón cedido por una amable funcionaria de los servicios de vigilancia de la sala. Además se tomó la molestia de ir a buscar el sello en seco del bibliotecario, para imponerlo en las hojas de mi cuaderno. Un lujo y una comodidad que agradezco desde aquí, pues es la amabilidad un bien escaso que nunca hay que dejar de resaltar. Mucho tienen que aprender otros vigilantes de palacios, castillos y fortalezas que creen estar defendiendo de atacantes hostiles en lugar de limitarse a hacer agradable la visita de turistas y estudiosos, sin renunciar a la seguridad y al respeto a las normas del establecimiento, que una cosa no quita la otra. No se me olvida un vigilante de un elevado castillo de la costa levantina que me trató como si fuera un corsario de Túnez en el siglo XVI. Un bárbaro este señor, haciendo juego con el nombre de la fortaleza.
El hotel estaba justo enfrente del Monasterio y desde su balcón se veía hermoso por la mañana temprano o ya de noche, al retirarnos a nuestras habitaciones que dirían los primeros nobles habitantes de estas casonas antañonas y palacetes que ahora se alquilan al vulgo.
Con estilográfica y pincel de agua mojado en el tajo, dibujo a don Crispín, la estatua del personaje de don Jacinto Benavente a cuya espalda nos refugiamos de un aguacero imprevisto, acogidos en un café atendido por un profesional no menos amable que la bibliotecaria, que llevó sus mimos hasta el nivel inaudito de ir a comprar otra botella de pacharán cuando la peña había dado fin a las existencias. No está mal contarlo pues no es norma general, que hubo quien nos dio veinte minutos, ni uno más ni uno menos, para tomarnos una copa en otro garito, justo hasta las doce, como a Cenicienta. Nadie perdió el zapato de cristal pero pudo atragantarse con el gintonic. Al comer en esa otra hermosa plaza al día siguiente, reconociendo al de las prisas, buscamos otro lugar con menos urgencias, que el cliente, como el dinero, vota con los pies.
Ana Grasset, para cuya afectuosa amabilidad no hay palabras, nos llevó en su coche a visitar las casitas del príncipe Carlos y del Infante don Julián, en las cercanías del monasterio, lejanías para mí, dado el penoso estado de mi esqueleto, ese antepasado que llevamos dentro en palabras de Umbral. Me ha salido respondón ese pariente interno que debía sostenerme él a mí, que no yo a él, como es el caso. Allí hay otra clase de monumentos que no me gustan menos que los de piedra. Sequoias y cedros del Líbano, ya creciditos, que no tuvimos más remedio que llevarnos dibujados en los cuadernos. Sabían vivir estos señores de la corte, la verdad sea dicha. Habría mucho que hablar acerca del origen de tal solvencia, del derroche real y eclesiástico que contrastaba de forma infame con una mayoría de súbditos, de los cuales muchos malvivían cerca de este lujo. Como hoy no toca hablar de ese espinoso tema, nos quedamos con que, al menos, no se lo gastaron todo en guerras dinásticas, banquetes y joyas, dejando una infinidad de edificios, cuadros, estatuas y jardines que hoy podemos disfrutar todos. Otros reyes y dirigentes no coronados ni mitrados, de variado pelaje, no dejaron ni eso. La Historia no es un libro de contabilidad, y de otros grandes imperios no queda ni con qué encender.
El caso es que dibujamos algunos árboles hermosos, aunque antes de empezar a hacerlo ya sabíamos que era imposible trasladar al formato y tamaño de un cuaderno, ni de un lienzo más sobrado, la majestuosidad de estos ejemplares. Por su tamaño y por su estado se ve que se encuentran a gusto en estas tierras. Nosotros también. Volveremos.
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