Mucho hace desde que compré mi primer ejemplar en vinilo del
Sargento Peppers, donde escuché entre otros temas ese When I’m sixty-four cuyas
notas y palabras me han acompañado desde entonces en muchos momentos, grupos y escenarios.
Aunque, en la engañosa eternidad de la juventud, sesenta y cuatro años parecían
algo muy lejano, había que tener siempre presente que era cifra crecida que
incluía la posibilidad de no llegar a cumplirlos. Nada nos garantizaba no recibir
anticipadamente el finiquito en uno de esos casos lamentables que quiebran la
estadística y que nos han arrebatado a muchos amigos y familiares con los que
contábamos para todos los siempres. Al menos para el nuestro. Ya vamos siendo
unos supervivientes.
Palabras de una canción que nos ayudaron a aprender inglés,
a cantarlo mejor que nunca lo hemos llegado a hablar, augurándonos con poco
tino la pérdida del pelo y preguntándole al futuro si, pasados esos años, nos
seguirían queriendo las personas que entonces nos querían o si tendríamos fuerzas
para arreglar los plomos o cuidar el jardín. Plomos sigo teniendo, pero jardín
y chimenea hace años que no y bien que los echo de menos. A las fuerzas también.
Hoy escucho a los Beatles en streaming por no levantarme a
poner el disco, el CD, que el vinilo está menos a mano. Una tecnología que
entonces no existía, ni siquiera se vislumbraba, que mucho hemos adelantado en
eso, lanzados a un progreso imparable y vertiginoso que, en realidad, nos
permite escucharlo mucho peor, como ocurre con tantos otros avances.
El caso es que esos sesenta y cuatro años que tantos y tan
lejanos se le figuraban a Paul le alcanzaron a él hace ya doce años y a mí me
caen encima hoy, en ese tiempo uniformemente acelerado que arrambla con
nosotros, que siempre acaba pillándonos por mucho que algunos se quieran refugiar
en este mundo actual de Peter Panes reacios a envejecer. Nadie quiere ser
maduro. Ni siquiera el de Venezuela, que quisiera ser Chávez. Mucho se ha elucubrado
y escrito sobre el tiempo por parte de poetas y filósofos, igual que de sus
misterios y peligros nos avisa la sabiduría popular por medio de refranes y
dichos. Me quedo con ese “el que de joven no se muere, de viejo no se escapa”,
de mi abuela. Carpe diem.
Me hago una foto para renovar el DNI. Dispara desde muy
cerca, tal vez para no sacar la garrota. ¿Qué tal? —pregunta la fotógrafa. —Bueeeeno…
—que diría mi amigo fray Sven de Escandinavia—. Aunque tan de cerca las caras
se abesugan, no creo que otra toma mejorara mucho la cosa, que los retratos
cada vez nos salen más abstractos. Un retrato hay que hacerlo con un 80mm, no
con un angular. Y, a mi edad, con una
media en el objetivo como exigía Sara Montiel, pero no entro en esas
consideraciones y la doy por buena. Me preocupan más las fotos con rayos X que
muestran las arrugas y quebrantos de mi osamenta, cuyo reparador Photoshop quirúrgico
necesita de anestesia.
Aunque esto de los años, los que pasan y los que cumples,
los que terminan y los que comienzan, no deja de ser una convención, siempre estas
fechas resultan mojones que invitan a hacer resúmenes, planes y valoraciones.
Visto el año que tan rápido ha pasado e intentando resumirlo para ver qué ha
dado de sí, uno puede ponerse en modo Facebook y resaltar las fotos de las
gambas y las cervezas trasegadas, las playas y los cerros visitados y pintados,
los escenarios y canciones, las risas y los buenos ratos… También podríamos quitar
dulzor a tanta felicidad y acercarnos más a la realidad contando las visitas al
tanatorio, al quirófano o los dolores que tanto cariño nos han tomado. En fin,
de todo ha habido y el balance no debe de ser tan malo cuando dejamos que nos
abran en canal y nos llenen de tornillos el organismo para poder seguir
haciendo las cosas que tanto nos gustan cerca de las personas que tanto queremos.
Como uno no puede evitar ir convirtiéndose en un abuelo
Cebolleta, descontento con el mundo que le ha tocado vivir, algo común a todas
las épocas y a todos los ancianos, venerables o no, hay que reconocer que mucho
nos afecta habitar un mundo irritado e irritante, injusto, estúpido y cruel, ignorante
y poblado de imbéciles refractarios a la belleza, inteligencia y bondad que les rodean,
que no son pocas. Aunque sigo optimista, cada vez menos, pero optimista, me
asombra que habiendo buenos libros, músicas y pinturas, buenos paisajes y
buenas gentes, cedamos el protagonismo al espectáculo de los cerdos revolcándose
en el cieno. Entre mis buenos propósitos para este nuevo año está el de
intentar desentenderme de tanta basura. Llevo un par de semanas que, en lugar
de amargarme el día leyendo estupideces, bulos y desvaríos, tan predominantes
en las redes, me pongo a Mozart o a Bill Evans y me leo el Retrato de Dorian Gray,
a Chesterton o a Josep Pla. Prefiero que me expliquen de qué van las cosas Hannah
Arendt, Barthes o Jones Owen mejor que el Marhuenda o el Cebrián. U otros por
el estilo. Al lado de Flaubert no hay color. Muestra de mi rebeldía creciente es
que pienso llegar a Calleja, leerme una fanega de cuentos tradicionales, incluso
de hadas, de esos que antes se leían a los niños. Hoy resultan transgresores,
violentos y llenos de incorrecciones de toda índole. Menos mal que las series de
televisión, las noticias y lo edificante de todo cuanto hoy les ofrecemos han
venido a librarles de tan perniciosos ejemplos.
¿Qué le echan al agua? Este año pasado me lo han amargado
mis huesos y los indepes. El que no cojea renquea, qué os voy a contar. Escribir
sobre mis huesos no lo veo tema de interés y sobre Tractoria noto que he
dedicado demasiado tiempo a argumentar lo obvio, aunque para conversos,
abducidos y melifluos suene raro. Me limito ya a decir con Krahe: “Que sepáis
que no lleváis razón”. También me recuerda que he perdido el pudor. Otros han
perdido además la cordura y tenemos que —otra vez con Krahe—, rezar a San
Cucufato para que descubra dónde nos dejamos el sentido común. Algunos,
intentando recuperar la juventud para camuflarse en esta sociedad adolescente, avanzan
hacia atrás, regresan a las doctrinas de esa época añorada, esa que hizo buena
hasta la mili. Incluyen en sus recuperaciones los aires censores y mojigatos de
la época, aunque selectivos en cuanto a su irritación que muestra grandes
tragaderas sectorizadas, llegando a un calvinismo que sitúa entre la
incorrección y la herejía cualquier cuestionamiento o matiz sobre los dogmas de
esa religión laica en que han puesto los restos de su fe y sus últimos ardores.
Entre mitos, leyendas y cuentos volvemos a encontrarnos, aunque no se nos puede
pedir a los demás que también recuperemos la ingenuidad con que escuchamos y
leímos, temblando a veces, los antiguos cuentos, esos que me pienso releer y de
los que muchos sólo asimilaron la moraleja, que no deja de ser una moral venida
a menos. No es raro ese amor por lo antiguo, aunque quieran hacerlo pasar por
novedad, pues sabemos que en la antigüedad el mundo era joven y sus cosas
nuevas. Yo también soy un romántico, pero procuro encauzar mi melancolía y mi
nostalgia, al menos mitigarlas, comprando un par de pastillas de jabón Lagarto.
Instalados entre la postura, la impostura y la locura, se
dan casos como el del inglés que intenta comerse la servilleta en el
restaurante de Berasategui tomándola por una exquisita e innovadora parte del
menú. O el de la abuela brasileña que lleva años rezando a una figura de Elrond,
hijo de Eärendil, medio elfo y medio hombre, vencedor de Sauron, creyendo que
es San Antonio. A otros les ocurre igual en sus adoraciones a Iglesias o a Puigdemont,
con parecidos resultados. De paso, fortalecen los poderes oscuros de Rajoy,
crecido ante tales enemigos.
El año que empieza, al menos económicamente, será mejor. Me
informan que me suben la pensión unos cinco euros. Vamos bien. Pero como
jubilado me tengo que estar quieto. No dirá Montoro que no le hago caso. Los pasos
justos. Pero cosas que puedo hacer sentado, como la música o la pintura, tampoco,
salvo renunciando a la pensión que me he pagado durante 38 años. O me hago
autónomo a mi edad o desisto de hacer nada que alivie mi ruina, ahora que tengo una autonomía de unos cien
metros, justo para llegar a la Fuente a tomarme un café. Al Café del Sur en un
taxi.
Y después de la versión de Los Beatles, la mñía, con Flashback:
https://soundcloud.com/user637184620/when-im-sixty-four
En primer lugar felicidades por tu cumpleaños.
ResponderEliminarHacia tiempo que no entraba en tu blog, ni en el mio, ni en el de nadie la verdad, y a sido un placer volver a leer lo que escribes, estar de acuerdo o identificarme con lo que cuentas, y un propósito para este año seria no perderme tus escritos.
Muchas gracias, Tina. Te agradezco lo que dices y espero seguior mereciendo tu atención y el tiempo que dedicas a mi blog. Un abrazo.
EliminarEn los talleres de relatos a los que asistí siempre aconsejan ser escueto, no alargarse. Que menos es más y todo eso. ¡Pamplinas! Esos tipos nunca te leyeron, Pepe. Yo aquí no quitaría ni una coma.
ResponderEliminarMuy bueno, amigo.
Un fuerte abrazo.
Gracias, querido amigo.
EliminarCreo que no son malos consejos, pero no siempre fáciles de seguir, al menos para mi.
Es más fácil ser Galdós que Borges. Y mucho más no llegar a ver desde abajo la suela del zapato de ninguno de ellos. Escribir no es fácil, como sabes, y cada uno acaba reflejando en lo que escribe y en cómo lo escribe, qué piensa y cómo es.
Siempre acabo largo, florido y barroco en exceso. Muchos circunloquios, largas frases y necesidad de recurrir a palabras que podrían ser otras, menos y mejores.
Si publicara algo, un editor podaría más de la mitad de su extensión. Pero no lo puedo evitar.
Las ideas se me amontonan y voy de un sitio a otro. Como en pintura, me cuesta sintetizar, tal vez metiendo demasiados detalles en el cuadro, algunos irrelevantes a veces. Cada uno es como es.
Un fuerte abrazo, amigo Oñera.
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