istas las provisiones de boca con que contaba el convento, el agua asegurada por dos aljibes, uno en la cima, que atesoraba las lluvias de la primavera y el otoño, y otro en la ladera norte, alimentado por una fuente que manaba durante todo el año, abundante leña, molino, horno y caza, es fácil entender que no era la subsistencia el origen de sus inquietudes. El futuro, más que el presente, se cernía negro sobre la congregación.
Si alguien ha tenido la curiosidad de, por el número de gorrinos, deducir el de frailes, habrá llegado a censar 19. Es sabido que el monje benedictino es especie con una paupérrima tasa de reproducción y, entre los monjes de San Odón, los más ya eran talludos, muchos, venerables ancianos y sólo había tres novicios. De no producirse nuevas vocaciones, y si éstas, una vez producidas, no podían ascender a la cima de la Muela, el futuro del convento se contaba por los años de vida que Dios concediera a los más jóvenes.
El invierno fue frío. Ventiscas de nieve azotaban los muros de la parte del convento que ofrecía su rostro al valle. Las ráfagas de viento no traían ahora los reconfortantes aromas acostumbrados, sino más frío y desesperanza a unos monjes que se refugiaban en la dura rutina que la Regla de San Benito les marcaba, siguiendo con sus oraciones y labores, más ocupados que de costumbre por los trabajos de reconstrucción de cuanto el seísmo dañó. Sus gregorianos sonaban tristes pero, al menos, mostraban a los aldeanos de los valles que los monjes seguían vivos.
Un día llegó la primavera. Las brumas fueron al fin arrastradas por el viento, cómplice ahora de un sol fortalecido que, un año más, vencía al hielo y a las sombras. Donde ayer había un mundo que parecía agonizar, decrépito y temblón, apareció otro nuevo, brillante como moneda recién acuñada. Las copas de los pinos se sacudieron el gris que habían mostrado hasta ayer para lucir el verde fresco y joven de sus primeros brotes, volviendo a ser igual de hermosos que el primer pino que Dios creó. Al fondo del valle, ya sin niebla, los monjes que no habían consumido sus ojos en el scriptorium, afirmaban ver las primeras flores en los almendros y, en lugar de los agoreros buitres, que silenciosos habían volado en círculos sobre San Odón durante el invierno, pájaros más amigables piaban y trinaban en el monte.
Sus salmos también reflejaron ese renacer, sonando con más fuerza y alegría, invitando a los aldeanos a acudir en su ayuda. No confiando en su piedad, el prior, observando escrutador a la tropa, eligió a los tres novicios, más ágiles y dispuestos, para que intentaran descender por el escarpado sendero que permitía llegar a las últimas terrazas desde la cima de la Muela. Regresaron con dos cabras y con la noticia de que había un punto imposible de rebasar. Un despeñadero de unos ocho metros, totalmente vertical y sin agarradera alguna, se reveló insuperable. Debajo de él, una pequeña plataforma enlazaba con lo que del sendero quedó tras el terremoto. Era imposible saber si el camino, que a unos pocos metros se perdía en una revuelta, tenía salida.
Como se hace en algunos cenobios del oriente, también encaramados en riscos inaccesibles, acordaron intentar salvar el cortado que detuvo a los novicios con una plataforma que, sujeta por fuertes maromas, permitiera acceder al sendero, tanto para bajar, como para subir. Las cuerdas de las campanas unidas a las que, previsores, almacenaban para reemplazarlas cuando fuere necesario, podrían servir. De cabina, no hallaron nada más a propósito que un gran tonel de vino en el que cabían dos frailes holgadamente. Se repartieron los trabajos de construir y asegurar en el sitio una estructura de madera que sujetara el invento, según la habilidad y ciencia de cada uno. De igual modo, se acordó que vaciar el tonel sería faena en la que toda la comunidad se afanaría con gran celo.
Dejemos a los frailes tiempo para concluir estas arduas labores y al que escribe ocasión para seguir escarbando en archivos y crónicas y así poder continuar la narración de lo acontecido en San Odón de la Muela en 1756.
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