miércoles, 31 de octubre de 2018

De Albacete a Sigüenza - Guadalajara



     El 31 de mayo de 1631 dos galeones españoles habían partido del puerto del  Callao, en Perú, cargados de riquezas. El 17 de junio ya estaban llegando a su destino, Puerto Perico en Panamá, para de ahí atravesar el Atlántico hasta España. Siendo las once de la noche, cuando se acercaban a la costa sorteando las islas de Las Perlas, en principio sin mayores peligros, desde la nao capitana, Nuestra Señora de Loreto, que ya había atravesado la zona que podía ofrecerlos, se oye un gran estruendo al encallar en unos bajíos la nave almiranta que la seguía, el galeón San José, que pronto se parte en dos arrojando al fondo del mar el cargamento de oro, plata, esmeraldas y otras joyas que con tanta necesidad como siempre se esperaba en la corte española.
     El capitán que desde la capitana escucha estupefacto en la oscuridad lo que sucedía con la otra nave, a la que había avisado con un cañonazo de que había atravesado los arrecifes con bien, era el general Bernardino Hurtado de Mendoza. Consiguió salvar a 61 de los 62 tripulantes, pero la carga quedó en el mar, salvo lo poco que los buscadores de perlas pudieron recuperar. Es algo que leo hoy mismo en El País, entre algunos desastres más,  y es una información  que parece estar esperándome. Conocía el caso, pero no los detalles del naufragio, y lo que me hace detenerme en esta noticia antigua y oportuna es que hay una época en la historia de España, varios siglos de ella, en que en todos sitios aparece en primera fila un miembro de la familia Mendoza.
     En la zona en la que nos movemos habitualmente, Albacete y el levante cercano, territorios del Marquesado de Villena, la familia predominante fue la de los Pacheco. En nuestro viaje a Sigüenza atravesamos los territorios de otra familia poderosa, en este caso la de los Mendoza.  Aunque ambas eran familias antiguas y ya bien situadas en las cortes de Juan II y de Enrique IV en la segunda mitad del siglo XV, es la sucesión de este último la que marca los destinos de ambas familias. En la guerra en que se dirime el trono de Castilla, Diego López Pacheco y Portocarrero, marqués de Villena, apuesta por Juana, la Beltraneja; los Mendoza en bloque por Isabel.

MORALEJA.
     Cuando alguien se apuesta el patrimonio, a veces arriesgando el común o el ajeno más que el propio, puede doblarlo o puede perderlo, cosa que ocurre en las carreras de caballos, las timbas y en las guerras dinásticas. Luego el apostante, sea una persona, una familia o un territorio, suele pasarse siglos lamentando las consecuencias de no haber acertado al elegir caballo —en este caso reina—, llorando tanto por lo perdido como por lo que esperaba ganar. Hay que apostar con más tino o sufrir en silencio, aunque luego queden los deudos varias generaciones maldiciendo al tatarabuelo que se jugó la bodega. Los más despistados y rencorosos culpan al que se la ganó. Le ocurrió al marqués de Villena y le pasó a Barcelona en 1714 en otra guerra de sucesión, agravando innecesariamente hasta la tragedia la situación por el empecinamiento suicida de quedarse solos y no rendirse cuando ya todo estaba perdido. Murieron muchos pobres para defender los antañones privilegios de los ricos, cosa habitual. Enterrados los muertos, publicados los decretos de Nueva Planta, Casanova, mártir al que hoy llevan flores, siguió ejerciendo de abogado plácidamente, aunque ahora deponiendo sus alegatos en castellano, que hasta entonces se hacían en latín. Todo ello después de que Felipe V, el odiado Borbón, desescombrara la maraña tradicional de viejos fueros y reglamentaciones y eliminara o suavizara fielatos y fronteras. Eso de desescombrar, algo que puso las bases del desarrollo y prosperidad de todo Aragón y especialmente de Cataluña, es algo que opinó y razonó Vicens Vives, aunque Bilbeny y Cucurrull vivan mejor que vivió ese verdadero historiador gracias a defender lo contrario, cierto que con menos fuste, pues más rentable suele ser defender lo falso que lo cierto. Reclamaciones al maestro armero, haber elegido muerte. A mi escaso juicio hoy en día también están poniendo encima del tapete verde cosas importantes que pueden perder en su intento de ganar más de lo que ya tienen, que no es poco, mucho más que el resto del país al que desafían con sus envites de farol y sus embestidas a la ley, siguiendo la hispanibunda tradición de los pronunciamientos. El juego siempre es cuestión de avaricia, de impulso irreflexivo, a veces suicida, más cosa de vísceras que de razones. En una timba no se dirime lo que es justo sino lo que es ambicionado. Llega a ocurrir, como es el caso, que el apostante se juega cosas que no son suyas, algo que une la indecencia a la irresponsabilidad. Incluso hay quien, clueca de repúblicas hueras, hace sus puestas en Waterloo, mal sitio para apostantes supersticiosos.
     Salimos de Albacete hacia Sigüenza. Por las fuertes lluvias anunciadas, elegimos ir por Madrid, en lugar de por el interior de Cuenca o por Valencia y Teruel. Llueve pero no demasiado. Lo malo de ir a un sitio interesante es que pasas de largo por muchos otros lugares que también lo son. Cerca quedan Segóbriga, Uclés, Alcalá de Henares, que también merecerían una visita. Nos consolamos viendo cerca de Arganda cientos de cigüeñas al lado de la autovía. No puedo parar a hacerles una foto, que no es cosa normal verlas en tanta abundancia. Están posadas sobre las farolas, volando o encaramadas en cualquier cosa elevada, aunque la mayoría se arraciman en los bancales con cara de aburrimiento, pues hoy en día andan sin trabajo.
     Al frente hay muchas nubes de dos cosechas distintas: al fondo unas blancas y algodonosas que están quietas, con la parte baja recta como comida por las cabras; delante de ellas hay otras que se mueven con rapidez hacia el oeste, rotas y dispersas, oscuras y amenazantes. Sigue lloviendo.
     Evitando Madrid por la M50, empezamos ver el paisaje cambiar cuando vamos llegando a Guadalajara. Ya de entrada la abundancia de arbolado, fresco y brillante por la lluvia resulta reconfortante después de tanto secarral. Hace rato que hemos ido atravesando el territorio de los Mendozas o de familias emparentadas, como los Carrillos de Huete o Priego, pero ahora llegamos a la capital de sus feudos. Enseguida nos topamos con el Palacio del Infantado vigilado por la estatua del Cardenal, que hoy se refleja en los charcos.
       Camilo José Cela, en su Viaje a la Alcarria, el primero, el que hizo andando, sin Rolls Royce ni choferesa negra, nos cuenta que en 1941, cuando él pasó por aquí, el palacio estaba en el suelo y que debió de ser un hermoso edificio. Estaba derrumbado desde 1936, y no entraremos en más detalles. Se reconstruyó tal cual era, salvo los artesonados mozárabes que fueron irrecuperables.
     Jenaro Pérez Villaamil lo había pintado varias veces antes de su ruina y a partir de sus dibujos se publicaron maravillosos grabados en la “España Artística y Monumental”. Hoy es Museo. Cuando además era biblioteca, dirigida por Blanca Calvo, asistimos unos días a unas Jornadas sobre Literatura Infantil y llegamos a cenar en la majestuosa balconada superior. Luego, obra de teatro y fiestecilla de despedida en el patio que también pintó Villaamil. Que parte de los libros fueran trasladados de este palacio al de Dávalos por una cadena humana resulta reconfortante, por las personas que realizaron el traslado y por los lugares elegidos para guardar y leer los libros en Guadalajara.
     En este palacio renacentista tuvo antes su biblioteca y escribió sus versos el I Marqués de Santillana, don Íñigo González de Mendoza; aquí nació en 1428 su hijo Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal de España, aquí se casó Felipe II con Isabel de Valois en 1559 y  por allí rondaría la Princesa de Éboli, hija de Diego Hurtado de Mendoza, virrey del Perú, aunque ella vivió en su palacio ducal en Pastrana, un tiempo encarcelada.
     Cuando Guadalajara, Nueva Galicia, fue fundada en México por veinte familias de españoles comandados por Nuño Beltrán de Guzmán, el más joven de los colonos y conquistadores era Diego de Hurtado, otro Mendoza, con 15 años. Ambos eran de la Guadalajara alcarreña. Entre los virreyes del Perú encontramos dos Mendozas. También encontramos personajes de esta familia en la victoria de Isabel la Católica sobre la Beltraneja, en el asedio y toma de Granada, siendo un Mendoza el que bendijo el reino recién conquistado, como lo había en las negociaciones con Colón para financiar su expedición, en el concilio de Trento, en la expulsión de los judíos, en la Inquisición, en la corte, en la implantación del estilo renacentista en España y prácticamente en todos los episodios decisivos de esa época. Del Cardenal Mendoza hablaremos cuando lleguemos a Sigüenza.
     Poco tiempo estuvimos en Guadalajara, que queríamos llegar a comer a Sigüenza y además llovía y no era cosa de callejear andando ni de sentarse en una terraza. Recorrimos la ciudad en el coche y al final de una calle curvada y sin salida dimos con los restos casi ruinosos de una iglesia mozárabe. La Iglesia de San Gil. Una preciosidad que hubo que fotografiar y hacer dos rayas en el cuaderno para terminar un dibujo después. A finales de la edad media había en Guadalajara una docena de ellas. Más tarde se desacralizaron algunas dejando para el culto sólo cinco. Como es natural fue su perdición. De ésta, cuando se declaró Monumento histórico-artístico en 1924 por decreto de S.M. Alfonso XIII (q.d.g. como decía la Gaceta de Madrid) ya sólo quedaba una capilla y un par de muros. Más tarde, por Orden publicada en el BOE del 16 de enero de 1941 en la misma página que varias órdenes de depuración de docentes, considerando que para poca salud ninguna y tras dictámenes de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la Comisión Provincial de Monumentos, se declara suprimida del catálogo Monumental y Artístico por su estado incompleto y de poco valor, y además hay muchas. Milagro, pues, que queden estos restos rodeados de unos edificios que, por comparación, muestran la degeneración de la arquitectura, aunque algunos tomen por progreso al simple paso del tiempo.
     Seguimos ruta y lloviendo aún llegamos a Sigüenza. Prometedora desde fuera, con las murallas del castillo como fachada, llegamos a la Plaza Mayor, aparcamos junto a la oficina de Turismo, que tiene una hermosa fachada renacentista y vamos a comer a “La Alameda”, donde sabíamos que se comía bien.
A partir de allí, ya vamos en busca de los amigos del V Encuentro de Ladrones de Cuadernos, que habíamos quedado por la tarde en los soportales de la Plaza Mayor. Lo contaremos en la siguiente entrada.