Capítulo anterior: El terremoto de Lisboa y el convento de San Odón de la Muela
os primeros intentos de bajar desde el convento al valle fueron vanos, lo que en un principio llenó de zozobra y desesperanza a sus frailes. Pasados pocos —pero largos— días desde el terremoto, se confirmó que la situación era en verdad difícil, pero no irremediable, ni aún desesperada.
os primeros intentos de bajar desde el convento al valle fueron vanos, lo que en un principio llenó de zozobra y desesperanza a sus frailes. Pasados pocos —pero largos— días desde el terremoto, se confirmó que la situación era en verdad difícil, pero no irremediable, ni aún desesperada.
A lo largo de siglos el ingenio y la industria de la congregación habían ido labrando en las laderas de la Muela unas terrazas en las que, con los riscos arrancados a la montaña, se sujetaban pequeñas porciones alargadas de tierra que descendían escalonadamente por el lado de la solana. Allí depositaban el estiércol de los establos y otros desperdicios que, con el tiempo, fertilizaron la poca tierra que al principio había, creando así unos bancalillos que, abrazados a las curvas de la ladera como verdes olas, daban de lejos a la Muela una estampa que más semejaba ser Laos o Vietnam que la Sierra del Segura. En unos se retorcían los viejos olivos, rebosantes de fruto, en otros, crecían coles, habas y legumbres que abastecían y surtían las despensas del convento. En recodos soleados y protegidos de las terrazas más bajas habían medrado algunos manzanos y no faltaba tampoco el trigo ni la cebada.
Cuando el viento soplaba desde el valle llevaba hasta el convento los aromas de salvias, tomillos y romeros de los muchos que alfombraban las quebradas laderas cubiertas de pinos, entre los que se mezclaban algunas encinas en la parte inferior del cerro y a cuya sombra se escondían abundantes setas. Por la montaña ramoneaban desconfiadas cabras y gregarios muflones que, atrapados cuando se aventuraban a acercarse a las alturas, en las cocinas del cenobio se convertían en salazones y tasajos.
En noviembre, los últimos cencibeles que había dado su llorada viña, dulces y abundantes, ya habían pasado en su mayor parte a convertirse en un excelente vino que dormía en las bodegas dentro de enormes toneles y panzudas barricas. Las restantes ganchas se convertirían en momificadas pasas que, desde las alturas, alegraban la vista de los monjes, formando un agradabilísimo y dulce techo que completaba el bodegón colgante de las despensas, de la mano de perniles, morcillas, salchichones y catalanas, morcones, tasajos y cañas de lomo, con el añadido multicolor de ajos, pimientos y algún que otro melón.
Completaban la decoración de la despensa sacos de legumbres, barriles de manzanas, orzas rebosantes de escabeches y ya hueras las de embutidos, pendientes éstas últimas de recarga y renovación el próximo 11 de noviembre, día de San Martin de Tours, fecha tan esperada por nosotros como temida por los 43 gorrinos con cuyo sacrificio celebrarían la efeméride. Esto supone 2 gorrinos y un cuarto por fraile y temporada, más allá sería gula y vicio. Afortunadamente, el terremoto no afectó gravemente a las pocilgas donde gruñones, pero confiados, acababan de redondear sus formas y alcanzar sazón tan nobles animalillos del Señor.
No faltaban alacenas ni fresqueras repletas de conservas, mermeladas y encurtidos que, junto con innúmeros quesos de cabra que reposaban en sus baldas, ahuyentaban todo temor de hambruna a tan frugal congregación como la nuestra.
Siendo, como era y es, la moderación una de las virtudes que han hecho aposento en nuestra Orden, no nos entregamos a los excesos en que incurren luteranos y calvinistas. Antón Praetorius, pastor de la ciudad de Dittelsheim llegó al desvarío de poner como bandera que proclamara la supremacía de su fe el barril grande que construyó en 1592 Michael Werner de Landau por encargo de Johann Kasimi, regente del Palatinado, que podía albergar 130000 litros y que, puesto de pie, llegó a tener encima una pista de baile. En la guerra de los 30 años fue destruido y quemado. Así lo quiso el Señor.
Las anteriores referencias a las provisiones del convento así como los efluvios que emanan de sus cocinas inundando el scriptorium han despabilado mis hambres. A causa de estas circunstancias y por lo avanzado de la hora, cercana ya la Nona, el mondongo profiere feroces rugidos más propios de salvaje tigre que de piadoso fraile, lo que aconseja dejar la continuación del relato para ulterior ocasión, una vez disipados los temores del lector por si ayunos y penitencias pudieran acabar con las vidas de mis hermanos.
Continúa en La primavera llega a San Odón
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