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martes, 15 de marzo de 2011

La capilla de San Odón de la Muela

Ir al capítulo I


partir de ese reencuentro con el mundo, una época de inusual actividad vino a ocupar el lugar de la rutina que, hasta entonces, había gobernado la vida en el cenobio. Los zapadores y carpinteros de ribera, que con los marinos venían, consiguieron restaurar antes de  la canícula los quebrantos causados por el terremoto en el sendero de acceso al convento.
     Nuestro tonel, aún rezumante de oloroso vino tinto que, empeñados, llegamos a descolgar,  hubo de ser desechado al punto, pues los usuarios, aturdidos por sus efluvios y vapores,  emergían de él algo achispados, mermados el equilibrio y la razón, síntomas que podían dar lugar a habladurías y que eran poco aconsejables para quienes pretendieran descender por tan resbaladizo despeñadero.
    Partiendo desde más atrás de la repisa, para que así menos empinado fuese el ascenso, construyeron una escalinata de madera que salvaba la pendiente hasta la primera de las terrazas. Duchos como los carpinteros de Cádiz estaban en curvar, con maña y fuego, los troncos para las naves, poca dificultad tuvieron en adaptar los pinos de la Armada, hasta ahora nuestros, a las irregularidades de la pared. Para más seguridad, instalaron  lo que más parecía barandilla para la borda de un barco que pasamanos de escalera. No siendo en la Sierra del Segura muy habituales las balaustradas para encaramarse a los cerros, no había modelo mejor que, al comparar, la afeara.
    Lo cierto es que cumplió su papel a la perfección. Personas y cosas pudieron, al fin, subir y bajar por ella y, tras las iniciales dudas y temores, pronto todos nos acostumbramos a verla y atravesarla. Visitantes, peregrinos y devotos vecinos de los valles cercanos volvieron a acudir a San Odón y, con ellos, sus donativos, exvotos, ofrendas y mercaderías.
    Por aquellos tiempos fue cuando algún lugareño, menos instruido que necio, partiendo de sus pocas y mal digeridas lecciones y tras arduos rastreos y pesquisas, concluyó que San Odón, y no un Odón cualquiera, sino nuestro San Odón de la Muela, como para él de manera tan clara como el día,  revelaban ambas palabras, debía de ser el patrón de los odontólogos. Sus estériles lecturas le abocaron a este error y su estulticia a difundirlo, destronando así a Santa Apolonia, quien con más mérito es patrona titular de los sacamuelas, pues en Alejandría, fue su piñata atrozmente quebrada en cruel martirio en tiempos del emperador Filipo. Es sabido que  leer es menester no sólo inútil, sino nocivo para el común, pues no pocas veces empuja a los hombres a la hoguera y a las mujeres a la casa llana.
    Viendo que quienes estaban aquejados de tan horribles dolores, abundantes acudían al convento con exvotos, donativos y ofrendas para el santo, no pusieron los frailes mucho énfasis y ardor en desmentir la especie, pues en un monasterio, siempre hay grietas que tapar, techos que cubrir y monjes que sustentar.
    Era frecuente que los dolientes acarrearan como exvoto, tallado en madera, hueso, marfil, plata o incluso oro, según los posibles de cada cual, una copia de lo que les dolía, en unas ocasiones de su tamaño y forma naturales y en otras de descomunal talla y fiero aspecto. Quienes no poseían maña para tallarlo ni dineros para pagar a quien por ellos lo hiciera, recurrían a lo que más a mano encontraban, no pocas veces entre las osamentas de animales halladas en el bosque o entre las ascuas dejadas por los cazadores donde habían chusmarrado sus piezas. No es de extrañar que dientes de oso, lobo, y hasta algún retorcido colmillo de jabalí,  llegara hasta la capilla del santo llevado por la fe de algún dolorido creyente.
    Los exvotos que los fieles ofrecían al santo, confiando en que con ellos quedarían sus dolores al abandonar el templo, eran incrustados o pegados por los oferentes desde el suelo hasta el techo, siguiendo la agradable y puntiaguda forma del arco ojival que daba entrada a la capilla. Una vez llena de dientes la ruta, se hizo igual en una segunda fila, después en una tercera y hoy ya son difíciles de contar las capas que cubren la boca y el paladar de la capilla, moviendo el conjunto más al pánico que a la piedad. El pavor se ve incrementado por la escasa iluminación que aportan unos cirios ubicados a ambos lados de esa especie de enorme mandíbula gótica en que se ha convertido la entrada al oratorio de San Odón de la Muela, ahora conocido como “La capilla del tiburón”.

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