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sábado, 9 de septiembre de 2023

Un roble, una novela y cuatro versiones


Estaba estos días pintando, entre otras cosas, unos robles de Peñascosa, un pueblo serrano de la provincia de Albacete, a partir de unas fotografías que hice de esa zona el otoño pasado, cuando las hojas, antes de caer, cambian a ese color inconfundible que te permite ver que, entre pinos y carrascas, hay muchos más robles de los que pensabas. Incluso una extraña combinación de pino y roble, creciendo uno dentro del tronco del otro. Por cierto, ya debería estar yendo si quiero llegar a tiempo de cosechar un par de kilos de endrinas para hacer pacharán.

El caso es que empecé por un dibujo a plumilla con tinta china aprovechando la variabilidad del grosor de los trazos para sugerir las grietas del tronco. No es necesario dibujar el árbol entero, que cada vez más elijo una parte del tronco, unas ramas, por eso de más es menos. Las posibilidades de equivocarse, en pintura como en todo, son infinitas. Además está ese axioma de que no hay nada tan fácil que no se pueda hacer mal. Uno de los errores en los que caigo a menudo es, deslumbrado por un paisaje, tirarme de una y pintarlo todo. Un paisaje te incita a pintarlo por una luz concreta, la forma de una montaña, un contraste entre lo cercano y la lejanía... Y si eso es lo que quieres recoger en tu pintura, la peor manera de resaltarlo es rodearlo de elementos inútiles, secundarios, que más distraen y quitan que atraen y aportan. Como dibujante, más que pintor, el segundo error, la segunda tentación, es entrar en demasiados detalles. Esta tendencia ya me la conozco, de forma que casi siempre parto teniendo en mente la intención de corregirla. Pintando árboles, sería arduo y estéril intentar pintar rama a rama y hojita por hojita. Pinceles del mayor tamaño posible, manchas, colores y cortar todo lo a tiempo de lo que uno es capaz, que no es mucho.
   El dibujo no se elaboró demasiado, porque la idea era de colorearlo con acuarela después. Se planean las formas y se sugieren las rugosidades y grietas del tronco, que de eso iba la cosa, con trazos de plumilla, sin intentar ir demasiado lejos en el detalle. Bien. Ni siquiera le hice una foto a esa primera versión, salvo esta donde se ve el tintero y el palillero con la plumilla, antiguo todo, salvo la tinta china. Se ve que la tinta china tampoco es ya lo que era y, cuando le metí el primer brochazo, la tinta empezó a correrse, de forma que hubo que echar mano del pañuelo de papel para limitar daños. Mucho cuidado desde entonces y ya no había vuelta atrás. ¡Porqué no lo había dejado así? Bueno, siempre se puede hacer otro, que es cosa de unos minutos. El resultado es la primera imagen. Dibujo, acuarela y unas líneas a plumilla con tinta blanca. No sé si ha ganado o ha perdido, pero eso es lo que hay.
   El caso es que no quedó uno contento. Demasiada línea, demasiado detalle. Seguramente se podía decir lo mismo, o casi, con bastante menos. Una paletina de dos pulgadas, de pelo de cerda, con perdón, como para pintar radiadores. Una mezcla de siena y negro de óxido de hierro, esa acuarela que unas marcas llaman Lunar black, otras negro de Marte y otras negro óxido. Cuanto más bonito y peregrino sea el nombre comercial, más caro lo venden, pero es el negro de magnetita de Kremer o el negro óxido de Van Gogh. El mismo pigmento. Como viene de pedruscos, puede cambiar el tono, unas marcas más cálido, como el de Van Gogh, o más frío, como el de Kremer o Daniel Smith. también intervendrá la molienda, y las partículas más o menos finas influirán en la granulación, uno de los encantos de este pigmento.

El caso es que se resolvió con pocas pinceladas. Casi se pueden contar. Menos detalle, pero seguramente dice más que las dos versiones anteriores.

La cosa hubiera quedado aquí, dándole vueltas a esas cosas que comento, la sugerencia, el parar a tiempo, la sencillez, la renuncia al detalle. Pero resulta que estaba leyendo un libro, bastante recomendable por cierto. «La hija del curandero», de Amy Tan, californiana de origen chino. Lo acabé anoche y, en uno de los últimos capítulos, me encuentro con este párrafo:

«—En cada forma de la belleza hay cuatro niveles de talento. Ocu­rre en la pintura, la caligrafía, la música y la danza. El primer nivel es la competencia. –Mirábamos una página en la que había dos di­bujos idénticos de un bosquecillo de bambúes, una pintura típica, bien hecha, realista e interesante por los detalles de dobles líneas, una imagen que expresaba las ideas de la fuerza y la longevidad—. La competencia –prosiguió– es la habilidad para dibujar algo una y otra vez con los mismos trazos, la misma fuerza, el mismo ritmo y la mis­ma sinceridad. No obstante, esta clase de belleza es corriente.

»El segundo nivel –prosiguió Kai– es la excelencia. –Contempla­mos otro dibujo de varios tallos de bambú—. Éste va más allá de la competencia. Su belleza es única. Y sin embargo es más sencillo que el otro, hace menos hincapié en los tallos y más en las hojas. Expre­sa a un tiempo fuerza y soledad. El pintor menor es capaz de captar una de estas cualidades, pero no la otra.

Volvió la página. La ilustración siguiente era un solo tallo de bambú.

—El tercer nivel es lo divino —dijo—. Las hojas son ahora sombras mecidas por un viento invisible, y el tallo sólo es perceptible como una sugerencia de lo que falta. Sin embargo, las sombras están más vivas que las primeras, pues aquéllas tapaban la luz. La persona que ve esto no tiene palabras para describir cómo lo han hecho. Por mucho que lo intente, el pintor no podrá volver a captar el sentimien­to de esta pintura, sólo una sombra de la sombra.

—¿Cómo es posible que la belleza sea algo más que divina? –pre­gunté, sabiendo que pronto oiría la respuesta.

–El cuarto nivel –explicó Kai Jing– es superior a éste, y todo mortal tiene en su naturaleza la capacidad de hallarlo. Sólo podemos percibirlo si no intentamos percibirlo. Se manifiesta sin motivación ni deseo ni conocimiento del posible resultado. Es puro. Es lo que tie­nen los niños inocentes. Es lo que los viejos maestros recuperan cuan­do han perdido la razón y vuelven a ser niños.

Volvió la página. En la siguiente había un óvalo.

Esta pintura se llama En el interior de un tallo de bambú. El óva­lo es lo que ves si estás dentro, mirando hacia abajo o hacia arri­ba. Es la simplicidad de estar dentro, sin razón ni explicación para ello. Es la natural fascinación ante el descubrimiento de que todas las cosas guardan relación con otras, un óvalo de tinta con una página de papel blanco, una persona con un tallo de bambú, el espectador con la pintura.»

Aunque no consiga llegar a la excelencia, menos a lo divino, no me puedo resistir a hacer otra versión aún más simple. Otra paletina algo más fina, acuarela Lunar Black de Daniel Smith, aunque algo de siena quedaba en la paleta que no había limpiado demasiado bien. Ahora sí que se pueden contar las pinceladas, no sé si llegan a diez, incluyendo algunas manchas para aportar algo de sombra. Se me olvidó recurrir a esa técnica, también oriental, de poner más pigmento en un lado de la brocha que en el otro, como ellos hacen para dar relieve y curvatura a los troncos de bambú. Igual luego me animo a hacer otra probatura. Por ahora, así queda la cosa.




 

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