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sábado, 6 de febrero de 2021

Acuarelas Sonnet de Saint Petersburg

    Muchas entradas he dedicado en mi blog a los materiales. Plumillas, pinceles, papeles, pigmentos y demás parafernalia. No caigo en el error de creer, y menos de sugerir, que ellos pinten solos. Hay quien con escasos recursos, a veces no demasiado buenos ni caros, hace cosas que nosotros no alcanzaríamos a hacer con los mejores. De hecho, si hablamos de colores,  hoy la industria química ofrece infinidad de ellos, más variados, estables y seguros que los disponibles por los pintores que nos hacen quitarnos la gorra en los museos. Y ponernos de rodillas ante Velazquez o Rembrant, o reprimir el deseo de lamer el lienzo, como ocurre al ver un Van Gogh por primera vez a un palmo de distancia. Disponemos de mejores medios que ellos.

    Pero ellos aprendían el oficio desde la base. Molían sus pigmentos, los mezclaban, añadían aglutinantes, preparaban las imprimaciones de lienzos y tablas y, desde luego, no creo que sus pinceles fueran equiparables a los disponibles hoy en día. Eso les proporcionaba, paso a paso, un conocimiento profundo de lo que luego utilizaban para pintar, cuando el maestro ya les dejaba hacer un fondo o el cuerpo de un personaje secundario. De ahí en adelante, hasta crear su propia obra, a veces, no siempre, con su propio estilo. Pero el oficio se daba por descontado.

Deberíamos empezar diciendo que los pigmentos y colores de que disponemos los pintores, esos catálogos amplísimos de arcoiris metidos en tubos o pastillas, son un subproducto de los que se fabrican para tintes de telas o pinturas de coches, paredes, aviones y otros productos industriales. Si un color, por el motivo que sea, deja de usarse en esa industria, antes o después no estará disponible para los artistas. Hay algunas empresas tradicionales de Bellas Artes, y algunas nuevas, que elaboran parte de sus pigmentos. Sobre todo si son naturales, minerales o vegetales. Eligen, compran la materia prima, hacen la molienda y crean sus productos con sus fórmulas particulares. Por eso no son iguales todos los sienas, ultramar o cualquier otro color. 

Si son de origen mineral, difícil sería que cada lugar diera una tierra o pedrusco que presente el mismo tono que las de otra montaña o ladera de volcán. De ahí la variedad de ocres, sienas, sombras y demás tierras, muy abundantes y desiguales. Aunque su composición química sea la misma. Varían proporciones, impurezas y otras cosas, además del tueste a que se someten a veces. En otras ocasiones las piedras son caras. Semipreciosas, que en tiempos costaron su peso en oro, como el lapislázuli, la azurita, y otros. Uso bastantes pigmentos de Daniel Smith y de Kremer. Ellos preparan y venden algunos de estos colores: sodalita, amatista, ojo de tigre, esmalte, índigo verdadero (Kremer, no D&S, que yo sepa), maravillosos colores de un solo componente, como sus cerúleos, sepias y otros. 

Son caros porque no pueden ser baratos. Antes el lapis venía de Afganistán, y ahora es complicado traerlo de allí. Ahora lo extraen de Chile. Kremer, el mayor fabricante de pigmentos para arte vende lapis en piedra, polvo o pastilla de acuarela. De calidad media 0,60 euros el gramo de piedra. La mejor, en polvo, a 7.883,75 € el kilo. La sepia auténtica, en polvo, vale a 2.094,40 euros el kilo, también en Kremer. Si un tubo de 15 cl. lleva 10 gr. de pigmento, echemos cuentas. Esa sepia la he probado, no a la plancha, sino en acuarela y, claro, es otra cosa. 

El lapislázuli es un pedrusco duro, muy duro, no muy abundante y que además presenta impurezas, vetas grises o de un azul más oscuro, de sodalita. Eso complica la cosa y justifica en parte que un tubo de alguno de estos colores se venda por más de 20 euros. Ya cada uno valora si para lo que hace y pretende le merece la pena pagarlos o no. Al menos convendría probarlos antes de decidir. Y en eso estoy desde hace años. Y sí, me merece la pena pagarlos. Siempre repongo el jade, el lapis, la alizarina, la sodalita, la amatista y el negro de marte, (de magnetita), entre otros. Si se usa turquesa, que sea de las buenas, yo uso de Windsor & Newton o de Daniel Smith.


    Tengo un libro de la ciencia, bueno varios ya, donde voy apuntando mis impresiones sobre los colores, las tintas, papeles y otros apechusques. Y, sobre todo, su composición. Siempre que puedo procuro utilizar colores de un solo componente, cuando los hay. Si quiero añadir blanco o negro, ya lo añado yo. Si busco fabricarme una mezcla de esos colores que últimamente abundan, tonos pastel como el lavanda, wisteria, melocotón y demás, ya están los blancos para mezclar con azules, violetas o naranjas, entre otras mil posibilidades. Eligiendo uno u otro blanco sale un color más o menos transparente, que no es igual el titanio que el zinc. Igualmente, aparecen colores con nombres exóticos y peregrinos, colores que granulan y añaden textura, con un color al que se añade ese negro de magnetita, lunar, de marte, o con cualquier otro nombre comercial, que podríamos dirigir en el papel con un imán. Se puede, lo he probado.

    Un cerúleo bueno es caro. Es uno de los azules transparentes y maravillosos que salen del cobalto calcinado, algunos con aluminato, pero el verdadero no lleva blanco. Y se nota. Puede ser una cara hermosura o una pasta barata pero opaca y pinturera que ofende a la vista. Algunos fabricantes ya en la etiqueta lo indican honradamente, añadiendo Hue al nombre comercial. Quiere decir que es un matiz obtenido mediante una mezcla de la casa, no un color natural de un único componente. Igual ocurre con el índigo, el pardo Van Dick, el turquesa, el sepia y otros colores.Todos ellos llevan negro en su composición, (menos el turquesa), por lo que podríamos mezclarnos nosotros, ahorrar dinero y tubos y, de paso, volvíamos un poco a ese oficio que comentábamos de los antiguos pintores, hoy bastante inusual, salvo raras excepciones que no conozco.

   Es cierto que hay mezclas afortunadas. Las casas serias, casi todas, ponen en sus tubos o pastillas la indicación del pigmento o pigmentos usados en la elaboración de cada color, pues los nombres comerciales deslumbran más que informan. Decir azul Windsor, es como decir vino de la casa. Aunque ese vino puede ser bueno. El color también. Si en la etiqueta nos dice cómo leches lo han mezclado, miel sobre ojuelas, como sería conveniente que nos indicaran si el vino de la casa es de Jumilla, de Valdepeñas o es un Chàteau Lafitte, cosa improbable. Si lo fuera, lo dirían. Hay verdes ya estandarizados que son mezclas, gran parte de los que usamos, sobre todo en las series baratas. Hay sepias, como el de Schmincke y casi todos los demás, salvo Kremer, que son mezclas. Pero hay que ver qué mezcla. ¡Chapeau! Difícil de conseguir para el recién llegado a esta ruinosa industria de pintar. Igual ocure con el verde Hooker o el sap green, casi siempre mezclas más o menos logradas. Pero también es cierto que si utilizas un buen cerúleo, un índigo hecho de la indigotina obtenida por maceración de una planta, la diferencia es notoria, determinante. O se usa del bueno o mejor otro color. Se usaba y usa el índigo, que hoy casi siempre o es mezcla o sintético, sobre todo para tintar telas, como las de los pantalones vaqueros o las de los tuaregs, el añil para pintar paredes alrededor de puertas y ventanas mediterráneas y, muy pocas veces, para pintar cuadros. Según la planta hay quien diferencia varios colores casi idéndicos. El nombre «añil» se aplica a Indigofera suffruticosa, «índigo» a Indigofera tinctoria y «glasto» a Isatis tinctoria. Todo este alarde de erudición, que es la del Google, no la mía, viene al caso para mostrar que la cosa tiene su intríngulis y que ni es oro todo lo que reluce ni índigo casi nada de lo que con ese nombre compramos.
   Bien, como digo, cuando voy a comprar un color que no conozco, recurro a la carta de colores del fabricante. Casi todos ellos revelan la composición de sus pigmentos, tanto cuando son de un solo componente, como los que intervienen en la mezcla cuando no. Incluso, como digo, lo explicitan en el etiquetado de sus productos. Como debe de ser. Luego, si tengo ganas de complicarme la vida, cosa que me ocurre a menudo, accedo a las dos biblias que conozco sobre el tema de los pigmentos. Una mina. Pero como ocurre con todas las minas, a veces es muy profunda y de complicado acceso. No quiero sugerir que para pintar una acuarela haya que descender a tales profundidades. Pero cada uno es como es, como Dios lo hizo y en muchos casos peor, como es mi caso. Y yo disfruto sabiendo de qué doy cada brochazo, de dónde viene el color, cómo se obtiene y en algunos casos qué historia tiene, que las hay jugosas. La del marrón de momia, el Mummy brown, sin ir más lejos. Hubo quien dio cristiana sepultura a unos tubos de óleo al conocer que estaba pintando con polvo del cadaver milenario de un congénere machacado. Los museos están llenos de pinceladas con los restos de egipcios de hace milenios o de cadáveres de condenados a muerte disecados y pulverizados para tan noble fin.
   Para los creyentes: Estas son las dos biblias:
    Como decía, en mi libro de la ciencia dejo una muestra, un brochazo, de cada marca con el nombre de cada color, composición y otros comentarios y comparaciones. Cuando me es posible, si el fabricante confiesa qué lleva cada color. Si no lo dice entiendo que es inconfesable. Eso, entre otras cosas, diferencia las acuarelas profesionales de las demás, llamadas para aficionados o para principiantes. Ya cada uno, como decía, sopesa qué pretende hacer, qué necesita, con qué se arregla o qué exige. Y, no es cosa menor, cuánto está dispuesto a aflojar por ello. Luego, reclamaciones al maestro armero.

    Tras tan larga introducción, llego a la almendra de esta entrada. Se trata de lo último que se sugiere, poniendo un ejemplo extremo, como son las acuarelas Sonnet de Saint Petersburg. ¿Está justificado pagar por un tubo de acuarela lo mismo que por una caja metálica con 21 pocillos dobles de unos colores surtidos?
Para mí la respuesta es sí, si el tubo es de Lapislázuli. O un poco menos si es de jade, amatista o algún otro pigmento raro, caro... y maravilloso. Pero desde luego no tiene sentido pagar esos precios por una tierra o una mezcla que yo puedo hacer en mi paleta. De ahí viene la necesidad de escudriñar cuidadosamente qué me están vendiendo con ese nombre tan bonito.
    Para no hablar de oídas he pintado varias acuarelas con esta caja de Sonnet que compré en cuanto la vi en el catálogo de Artemiranda por un precio de 20,80 euros. Por lo pronto, la caja metálica vacía, ya casi vale eso. Lo demás se os dará por añadidura, pensé. Ya conocía desde hace tiempo las White Nights de este fabricante ruso. La presentación es rústica, como suelen hacer en ese país, pero las White Nights explicitan los componentes usados, casi todos de un solo de ellos, y tiene una gama amplia y de una calidad sin competencia al precio que las venden. Hay algunos azules y verdes gloriosos y casi todos los demás le pueden mojar la oreja a otras marcas de más postín. Si metemos el precio en la ecuación, sin duda White Nights es una de las mejores opciones posibles.

   Estas aún valen la mitad de la mitad que esas últimas. Sinceramente inexplicable. Vamos a valorarlas. Si tenemos en cuenta el precio, sin duda nos dan más de lo que pagamos por ellas, mucho más. No son Daniel Smith, ni W&N, ni siquiera White Nights, pero tampoco son algo que no pueda usarse con buenos resultados. Todas estas acuarelas se han pintado con ellas y, sin ser para echar cohetes, no están mucho peor que otras hechas con las marcas más caras del mercado, que son las que suelo utilizar. Aunque de antemano hay que asegurar que entre estas Sonnet y las marcas de referencia para los profesionales de la acuarela, no hay color.
    Por lo pronto, no hay información de los componentes de los colores. Unos colores bautizados con nombres tan descriptivos como "azul", "Verde oscuro", "naranja" o "azure". En la página de la empresa tampoco se facilitan esos datos.     También hay que decir que han evitado incluir los colores que suelen ser más caros cuando son buenos: índigo, cerúleo, azul cobalto y otros así. Por eso los colores, en general son algo pintureros, en parte por la gran cantidad de pigmento que llevan. No están secas las pastillas y, simplemente pasando el pincel mojado, cargas una cantidad de color mayor que en otras pastillas, por lo que conviene andar con cuidado hasta que les pillas el punto. Parece como si trabajásemos con tubos. Y no se dice como fallo, sino como virtud.

   No sólo interviene el pigmento en polvo en una acuarela, también otros añadidos, espesantes y excipientes, como la miel en las acuarelas de Sennelier, aparte de la imprescindible goma arábiga, de la que también hay clases y categorías, que esa es otra. Cada uno de estos pasos, molienda, componentes, medio aglutinador, etc, ofrece una oportunidad de abaratar el producto. En algunas series es de suponer que tal cosa se ha hecho en cada uno de las opciones. Todo esto hace que en baños de zonas grandes sea más difícil conseguir con las más baratas la uniformidad que otras permiten obtener con menos cuidados. También veo que he cosechado más coliflores de las que mis bancales pictóricos suelen producir. Se evita teniendo el cuidado de no dejar acumulaciones de líquido al lado de zonas ya casi secas, que absorberán el color formando esas ramas de brócoli tan chuscas que a veces estropean un cielo. O un infierno.
    Los colores analizados cumplen, aunque se echen de menos los que usamos siempre y que tan bien conocemos. Y que nos llevan a la ruina, dicho sea de paso. Si tuviera que comprar los colores de uno en uno, tal vez el verde oscuro (creo que el mismo que el de White Nights), el violeta oscuro y el negro, que no sé por qué, me ha parecido especialmente oscuro. Fíjate tú, hablar de un negro oscuro. Pero que mezcla bien y que siendo oscuro aun sin ponerlo espeso, muy diluido es transparente. Las tierras y los amarillos no están mal y los rojos también pueden valer. Como ocurre con los azules, tal vez no los compraría sueltos nunca, pero es jussto decir que hay varios colores más que decentes, en una caja metálica bastante digna y sólida y, recordando cuánto he pagado por todo ello, sin duda ha merecido la pena. Eso sí, como tengo tantos colores y cajas que se me amontonan sin usar, no voy a comprar ahora por otra. 
   ¿Recomendaría estos colores y esta caja a este precio? Sin duda. No son como esas acuarelas de juguete que venden en las tiendas de los chinos con aspirinas gordas y coloreadas que hay que disolver con una radial y salfumán y que garantizan que si se las regalamos a un niño o un principiante, nunca seguirá pintando. No. Estas acuarelas se pueden usar, incluso se pueden hacer cosas decentes con ellas, con algo más de cuidado y ciencia, obviamente. Sin duda un buen regalo para alguien que se inicie en el tema, o para uno mismo, para llevar siempre en el coche o en el bolso, algo para salir del paso con bien. Sobre su permanencia y duración sin alterarse el color no tengo nada que decir con criterio. Los fabricantes tampoco. Habría que dejar al sol una acuarela pintada y ver si al cabo de unas semanas queda algo. Seguramente sí, porque los pigmentos sintéticos y las tierras son muy permanentes, pero tal vez el rosa de las flores se vea perjudicado. Van Gogh era pobre, aunque si hubiera vendido un solo cuadro al precio que hoy alcanzan hubiera sido rico. Por eso algunos de sus colores se han oxidado o decolorado con el tiempo. Más que los azules de lapislázuli de Fra Angélico, Da Vinci o Durero, que ellos pagaron con igual peso de oro. 

   También las recomendaría y utilizaría para los cuadernos. Un cuadernista no rellena zonas amplias. Se basa en un dibujo coloreado y el color, siendo importante, no necesita de los refinamientos de una obra de un metro de grande donde se van a dar baños amplios, trabajar con capas y veladuras y en la que buscamos unos matices concretos, unos efectos de granulación, unos tonos con la luminosidad y transparencia que tenemos garantizadas y experimentadas con otras marcas. Desde luego, si en un buen papel extendemos un baño no muy uniforme de lapislázuli con un buen pincel suave y grueso, de marta o petit gris y encendemos un cigarro para ver cómo él solo te pinta un cielo mientras se seca, se nos olvida que el tubo nos costó lo que nos costó. Pero si, cuando compremos otras cosas más normales, especialmente amarillos o tierras, pagamos diez veces más que lo que cobra esta marca por uno similar, si en el espejo nos vemos cara de tonto, no debe de extrañarnos.

    Como siempre, en el equilibrio está la virtud. Al menos, que sepamos lo que compramos, qué es y por qué merece la pena que paguemos ese disparate. Si es que hemos concluido que merece la pena, que a veces sí. Pero solo en unas pocas elecciones. Terminaremos diciendo que no sería honesto intentar comparar el lapislázuli, el esmalte azul o la amatista con estos colores más normales, pues pocos de otras marcas resistirían tal comparación. Esos colores son caso aparte. Un lujo para las grandes ocasiones. Desde luego, con el precio de estas acuarelas Sonnet nadie puede pensar que le han engañado, ni mucho menos, cosa que ocurre con frecuencia con muchas otras, tal vez con  casi todas, salvo las excepciones que se han resaltado. La conclusión vendría de saber cada uno para qué quiere una caja o unos tubos de acuarela. Según lo que pretenda o sea capaz de hacer con ellos, en muchos casos, con estas acuarelas le sobrará, no habrá nada que con ellas no pueda hacer. Y tampoco con otras.