Después de tantos vendavales, fríos y chubascos, nevadas y
temblores con que el invierno se despide, algo que nuestra memoria de pez nos
lleva a tener por inusual, aprovechamos un par de días de sol para ir a ver las
últimas flores de los almendros y las primeras de los cerezos en esa comarca tan
hermosa y querida de la montaña alicantina entre Alcoy y el Mediterráneo.
Efectivamente, tal y como se anunciaba, luce un cielo de un azul
cobalto intensísimo. Esa zona alta, quebrada y llena de arbolado, a Dios
gracias tan poco conocida por el turismo de masas, es una reserva vegetal a la
que los que vienen a bañarse a las costas tan cercanas, no se atreven a subir.
Buenas carreteras que serpentean entre espesos pinares de un
color oscuro y apagado, pardo verdoso con relumbres rojizos cuando les da el
sol. Contra ese fondo oscuro de las umbrías, el azul de las sombras
impresionistas, las flores blancas de los cerezos parecen chispas cuando les alcanza
el sol. Las de los almendros, más rosadas, ya han caído. Las pocas que quedan
están agostadas y domina en sus ramas oscuras y retorcidas el verde de las
hojas nuevas y algunos proyectos de almendra. Los cerezos, que muestran los
miembros deformados y la corteza reseca de la vejez, con esas podas que
facilitan la cosecha y les dan forma de crustáceos panza arriba, sufrientes, con
patas retorcidas en posturas y formas extrañas. La delicadeza oriental de sus
flores contrasta con la aspereza oscura de sus troncos y ramas.
En el cielo queda una sola nube, un vellón de lana que se
desmandó del rebaño vaporoso que dejó las pasadas tormentas. Se quedaría
distraída mirando los almendros en flor y allí está, blanca entre azules, sola y
como postiza. Las nubes no tienen perro pastor y en ellas mandan los vientos, pero
siempre hay rebeldes y despistados.
Sólo leer los nombres de otro tiempo de los pueblecitos y alquerías es un
placer. Un placer de lenguaje y de memoria. Una memoria de moriscos refugiados
en estas montañas, hoy poco pobladas y entonces todavía más inaccesibles y
olvidadas. Allí siguen. Benilloba, Benillup, Benialfaquí, Benimarfull, entre otros lugares
de nombres parecidos. Como el cercano Benidorm, de igual origen, que hoy nos habla de lo imprevisible
del futuro que, a veces, casi siempre, recorre rutas improbables. Ellos labraron
durante siglos esas terrazas que escalonan las montañas, les pusieron baldas de
tierra a los cerros para brindar una base necesaria, humana y trabajada a esos
almendros, cerezos, olivos y otros frutales con que llenaron esos bancalillos
de media luna que siglo tras siglo fueron sujetando con mimo y esfuerzo. También
llevaron el agua a algunas de ellas, agua que hoy no se ve. Estas terrazas, que
llegaban hasta las cimas a veces, siguen talladas y sujetas a escuadra cerca de
los pueblos, en los cultivos actuales. Conforme se alejan de las zonas más
habitadas estos antiguos escalones se van redondeando, gastados por la lluvia y
el viento de los siglos. Podemos adivinarlas aún en lo alto de algunos cerros,
onduladas, pulidas, pues el abandono permite a esas montañas devolver al llano,
con la azada y la lija de las lluvias, la tierra fértil que con tantos trabajos
se subió hasta allí. En realidad, las montañas recuperan lo que era suyo,
empezando por su forma. Aunque abandonadas y casi borradas, esas antiguas terrazas
siguen reteniendo el agua y están cubiertas de verde, allá en lo alto, mientras
que los valles están resecos. Nunca aprenderemos.
En algunos pueblos visitamos conocidos árboles con nombre,
viejos y con su historia, como el olmo de Millena. Dejamos de ver otros como el
olivo bimilenario de Gorga, con puerta y ventanas, árbol hueco donde una
familia vivió durante años. En otra ocasión será. También vemos, con sorpresa y
sin saber qué pensar al respecto, algunos otros árboles vestidos con labores de
ganchillo, multicolores y de abrigo frente a las nieves que, de uvas a peras,
caen por la región.
Pasamos una vez más por Guadalest, siempre increíble y con
demasiados turistas. Ni me molesta la soledad ni la gente. De hecho, cuando me
siento se van dos autobuses, los guiris que llenaban la terraza soleada salen
escopeteados cargados de cerámicas, mieles y aguardientes, y los bares empiezan
a recoger las mesas. Es decir, si no acude la gente, tú tampoco tienes donde ir,
que también uno es gente. Veo, mientras estoy sentado en una terraza que, entre
los más diversos y variopintos artículos, (imagino que made in China, aunque
veo cosas artesanas del país), con amplio criterio venden camisetas de la selección nacional,
sobra decir que la de fútbol, de Disney, del Che Guevara y, si las pidieran, del
Ku-Klux-Klan, que toda piedra hace pared. Tomamos un café, compramos una
hormiga de hierro para colgarla de la pared y miel de níspero a un amabilísimo
y locuaz valenciano con el que pegamos la hebra. Como muchos otros valencianos,
cuando hablan en castellano, usan algunas palabras con su verdadero significado
y sabor, algo que también da gozo leyendo a Josep Pla, incluso traducido. No
abusar de las palabras lleva a que cuando califican algo como “importante”
significa que lo es, cosa rara por la inflazón y abuso que se han hecho
generales. Cuando te dicen que algo es “de categoría”, no dudes, llévatelo o
cómelo si se puede. Es mercader que ha olvidado sus genes fenicios y muestra
una honradez inverosímil hoy en día. Hay muchos olivos por la comarca pero se
niega a vendernos el aceite que tiene en sus estanterías, embotellado en minúsculas
botellas, como frascos de colonia. Nos dice que eso es para los guiris, que antes
compremos en el sitio que nos indica una garrafa de aceite de la cooperativa,
mejor y más barato, a menos que coleccionemos ampollas, redomas y damajuanas. Tampoco
vende otra miel que la que produce y no tiene ahora de azahar, ni le queda de
aguacate, hasta nueva cosecha. Otros la traerían de naranjas de la China. Nos
dice varios sitios en esas calles donde mejor comprar lo que buscamos, sin
intentar endosarte lo que él vende. Reconfortante por poco habitual.
Regresamos a Albacete persiguiendo al sol poniente, deslumbrados
no solo por él, que muchas cosas hemos visto y disfrutado. Desde los altos de Chinchilla,
con las últimas luces, bajo un cielo suave que, desde un horizonte que se va
desdibujando, se va pintando del rojo al azul, pasando por toda la gama de
amarillos y naranjas, incluso matices verdes. Algunas nubes rosas y violetas, desplegando
un arco amplio como puñado arrojado por un sembrador, gesto de guadaña, y abajo,
al fondo, un suelo azul oscuro, casi negro, mar de tierra donde brillan los
miles de luces de la ciudad como barcos de pesca. Ya cantábamos de pequeños en
las excursiones que en el mar corren las liebres y en el monte las sardinas. Resulta
que era verdad.