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jueves, 3 de marzo de 2011

Primera visita desde el Terremoto



a vida seguía monótona y previsible en el cenobio. Era poco después de la amanecida y cada fraile andaba en su labor. Al silencio que recomienda la Regla de San Benito se unía el propio de lugar tan despoblado como es la ladera de la Muela de San Odón. No debe, pues, extrañarnos el pasmo del fraile al escuchar las destempladas voces que provenían de más abajo de la media luna verde donde él laboreaba arrancando las malas hierbas que competían con habas y coles. Descendiendo hasta la última de las terrazas, donde el camino se cortaba, pudo ver a tres hombres con extraña indumentaria que se hallaban en el rellano al que los monjes querían descolgar su tonel.

     Dos de ellos vestían casaca azul oscuro, blanco el chaleco y el pantalón. El que parecía más principal completaba su atuendo con un tricornio, recogida su melena en colgante soguetilla que una cinta sujetaba con airoso lazo. Un tercero, armado de una larga pértiga terminada en un gancho, anudaba un pañuelo de lunares a su cabeza, aunque vestía ropajes similares a los propios del lugar.
     No reconociendo a qué orden pertenecían tan extraños hábitos y sin ser capaz de entender lo que tan airado gritaba el que de los tres parecía mandar, corrió hacia el convento, las sayas arremangadas, a dar aviso a Fray Gandolfo, a la sazón, prior del convento. —¡Abajo hay gente!, ¡abajo hay gente!, —gritaba el monje, mientras, exhausto, agitando los brazos sobre su calva, tonsura según él, intentaba conducir a los escasos hermanos que le seguían hacia el lugar de la aparición.
     Fray Gandolfo se abrió lugar a empujones entre los monjes arremolinados al borde de la barranca, y no quiso Dios que se produjera una desgracia, pues no había gran cosa a la que agarrarse, sino a otro fraile, en el caso de que alguno de ellos hubiera perdido pie. Mandó silencio fray Gandolfo, gritando después a los visitantes:
     —¡Alabado sea Dios, que a buena hora os envía! ¿Quiénes sois? ¿Qué nuevas traéis?
     Aunque no fue capaz de entender la respuesta, la voz cazallera y el tono con el que rugía el de azul y blanco no podía borrar cierto dulce deje en el idioma de su breve parlamento.
     —¡A ver, el lenguas! —dijo fray Gandolfo refiriéndose a Gumersindo, fraile traductor en el scriptorium.
     —No hace falta el lenguas, intervino fray Romualdo de Sanlúcar. Por lo que veo, escucho y recuerdo, el que habla es un marino de Cádiz que dice: —“Esha un cabo, pisha!
     —Traduce, traduce, inquirió ansioso el prior, dejando para más tarde las averiguaciones sobre los hasta ahora ignorados conocimientos lingüísticos de fray Romualdo.
     —Dice que el reverendísimo padre bien podría lanzarle una cuerda, si no le sirve de molestia, para poder subir, —tradujo el de Sanlúcar—.
     Ante lo bien fundado de tan respetuosísima petición, ordenó fray Gandolfo que así se hiciera. Lanzaron una de las maromas que en el lugar ya tenían dispuestas para descolgar el tonel y contemplaron asombrados cómo, en menos que se dice, por ella ascendieron los tres, asiéndose con pies y manos como arañas en su hilo.
     —Se presenta el alférez de fragata Rigoberto de Barbate, jefe del destacamento de la Real Armada en Segura de la Sierra, quien se pone a vuestra disposición para socorreros en cuanto os fuera menester.
      —Hasta hace poco no permitía nuestro Señor a los navíos bogar por el río Madera, ni aún por el Segura. ¿Cuándo ha cambiado de parecer? —dijo torciendo el gesto fray Gandolfo, ante lo que consideraba impostura y falta de respeto a su edad y condición de prior. —Eso que veis volar en los cielos no son gaviotas, sino buitres y quebrantahuesos, añadió.
     —Aunque para Él nada es imposible, no hemos llegado navegando por arroyos y acequias, sino a lomos de mula por vegas, olivares y caminos de sirga, o andando por barrancos y cerros inhóspitos como éste, —contestó el marino—. A causa de vuestro apartamiento, seguramente ignoráis que, desde 1748, vivís en la provincia marítima de Segura de la Sierra y que vuestros bosques están bajo la jurisdicción de la Armada Real. Estamos aquí para cortar y, por el Guadalquivir, llevar madera hasta Sevilla para construir su Fábrica de Tabaco y a Cádiz para armar buques, de los que tanta necesidad tiene el reino.     
     —Nuestro benévolo monarca, no obstante —siguió exponiendo el alférez—, permite a los habitantes del lugar, tomar la leña y madera que les sea necesaria. Nuestros zapadores y carpinteros harán lo posible por reparar el camino que os comunicaba con el valle. Ahora, dadnos de comer y beber si no queréis vernos desfallecer en vuestra santa casa.
     Ya en el refectorio, haciendo gala de la hospitalidad propia de nuestra orden, dando cuenta de lo mejor de la despensa y bodega del convento junto a las mojamas, huevas de mújol, sardinas y bonitos en salazón de la bahía de Cádiz que el del gancho acarreaba en una gran bolsa a su espalda, celebraron con los marinos el fin del aislamiento. Mientras, Fray Gandolfo meditaba sobre los extraños caminos del Señor para, a su vejez, acercarle el mar al claustro, al menos sus sabores y olores,  que por los aromas del espliego y el tomillo cambió cuando, siendo casi un niño, llegó a la Muela desde su Vizcaya natal.


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